EN LAS
PAREDES
Algunas tienen penas, muchas penas algunas,
y largas cabelleras que lloran en el viento.
Algunas son horribles, casi siempre me advierten
que un peligro me acecha.
Algunas tienen horas marcadas en los ojos
y son como clepsidras,
me despiertan de noche
y largas cabelleras que lloran en el viento.
Algunas son horribles, casi siempre me advierten
que un peligro me acecha.
Algunas tienen horas marcadas en los ojos
y son como clepsidras,
me despiertan de noche
(Las caras de los hombres, Silvina Ocampo)
Elena sonríe mientras mira los dibujos de la pared. Está
hermosa cuando sonríe. Quizás ahora sea la ocasión de contarle todo, pero me temo
que eso rompería la frágil paz de este momento. Me gusta Elena. Me gusta a
pesar de haberla traído a la casa. Me invade un enorme deseo de hablar con ella, de revelarle mi secreto, pero está tan
bella mientras pasa sus dedos por la pintura.
Hacía muchos años que no regresaba. Todo está igual que aquel
día. Los muebles del salón, la vieja mecedora de mama, las fotos familiares.
Los dibujos sin embargo han cambiado. Lo
esperaba. Saben que he vuelto, la casa entera lo sabe. Me recibe vigilante,
inundándolo todo con aquel olor a pintura, como si el tiempo se hubiera doblado
hasta aquel día en el que comenzó todo.
Yo tenía trece años y
observaba asombrada cómo mi padre pasaba el rodillo minuciosamente por la pared.
Con cada pasada las caras iban quedando grabadas. En vertical, en horizontal,
en oblicuo. Era la moda de aquellos años, grabar dibujos en la pintura. Le dije
que no me gustaban aquellas caras. Algunas tenían la expresión triste de una
muñeca rota. Pero él me decía que
alegrarían las viejas paredes. Oía a mi
madre cantar en la cocina. El olor manzanas cocidas y a canela se mezclaba con el de la pintura
fresca. Mi hermana pasaba las páginas de un libro sentada en el salón. La casa
aún era nuestra aquel día.
Pasaron los meses y yo no conseguía
acostumbrarme a aquellos rostros que me
observaban desde las paredes. Me incomodaba su acecho, su impertinente
presencia. Mi familia sin embargo parecía ajena a aquello. Nunca noté en ellos
ninguna inquietud especial. Ni siquiera cuando las caras empezaron a hablarme. Al
principio fueron ecos lejanos, sin sentido. Murmullos incomprensibles. Después
comenzaron a decir mi nombre. Yo les pedía que me dejaran, que no me hablaran
más, pero seguían llamándome cada vez con más fuerza.
Comencé a vigilarles, a escudriñar sus rasgos mientras todos
dormían. Por la mañana cambiaban sus expresiones. Los que a la noche parecían
tristes mostraban de día una mueca perversa. Otros me miraban con ojos
incisivos, mientras continuaba su atroz letanía. Así pasaron dos años, siempre
acechado por aquellas voces y aquellos rostros que me perturbaban. Mi carácter
había cambiado durante este tiempo. En casa me recriminaban mi tristeza y mi
constante inquietud. Pero no me escuchaban. No entendían mi deseo de tapar
aquellos dibujos, de hacerlos desaparecer.
Yo
no podía comprender como ellos, mi propia familia, no se daba cuenta de lo que
ocurría. ¿Acaso estaban fingiendo? ¿Querían por alguna razón inexplicable
perpetuar mi angustia, llevarme a la locura? Me desesperaba su indiferencia. Era
del todo imposible que no oyeran aquel constante griterío ¿No veían los
cambios?¿No notaban los rasgos de ira que se iban apoderando de los dibujos?
Aquel
día lo entendí todo, las caras me lo desvelaron. Por eso cuando aquellos
policías me preguntaron por mis padres y mi hermana, yo les dije que observaran la pared. Pensé que comprenderían. Pero naturalmente ellos no
conocían la casa. No tenían manera de saber que aquella mañana, entre los
dibujos, había tres nuevos rostros.
Mientras me sujetaban y me empujaban hacía la puerta me volví para
contemplarlos. Me pareció que sonreían. Ahora las caras estaban en paz. Las
voces por fin habían cesado.
Hace una semana me dejaron salir. Han
pasado quince años desde entonces.
A los doctores les dije que todo era mentira. Que aquellas voces no habían existido nunca. Al fin y al cabo eso es lo que querían oír. Esa misma tarde conocí a Elena en un café. Es tan alegre. Cuando le dije si quería venir conmigo a la casa se mostró entusiasmada. Ahora ella está aquí. Quiero hablarle, acariciar su mano, intentar que pueda llegar a comprenderme. Pero me temo que esta vez tampoco será posible. Los dibujos están cambiando de nuevo. La miro fijamente, ella aún sonríe ¿Es posible que no les oiga?
A los doctores les dije que todo era mentira. Que aquellas voces no habían existido nunca. Al fin y al cabo eso es lo que querían oír. Esa misma tarde conocí a Elena en un café. Es tan alegre. Cuando le dije si quería venir conmigo a la casa se mostró entusiasmada. Ahora ella está aquí. Quiero hablarle, acariciar su mano, intentar que pueda llegar a comprenderme. Pero me temo que esta vez tampoco será posible. Los dibujos están cambiando de nuevo. La miro fijamente, ella aún sonríe ¿Es posible que no les oiga?
Matilde Lledó Pérez
2 comentarios:
UN RELATO MUY INTERESANTE CON UN FINAL INQUIETANTE.
Desde el principio consigues que quiera seguir leyendo, aunque creas un ambiente un tanto agobiante. Me ha gustado. Gracias por compartirlo Matilde
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