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Frente al mar, en la escalera del mercado, es donde Rufo, Cosme, Anxo, Sabino y Fidel pasan los mejores momentos: bromean, discuten de fútbol y comentan las últimas incidencias del día; trabajar con ataúdes, a veces, resulta deprimente y echar un rato con los compañeros o ponerse ciegos de orujo no es ningún crimen.
El
rumor de que posiblemente cierre la fábrica, les deja helados.
Finalmente lo confirma Rufo, el encargado de taller, con un ligero temblor
en la voz, entorpecida por la tos crónica que padece; también a él,
aunque no se permite reconocerlo, el comunicado se le antoja una infamia.
Trabajar desde chaval para la misma empresa, marca. Ahora, a punto de
jubilarse se enfrenta a días monótonos, sin alicientes.
-No
te preocupes, Rufo -le anima Sabino- siempre nos quedarán el mar y la escalera.
-Y
el orujo -apunta Fidel.
-¡Y los amigos! -añaden a coro.
EL CARACOL ROJO
Conocí
a aquella mujer por la mañana en el mercado y me citó para cenar en este
hotel del barrio antiguo, "El Caracol
Rojo". No tuve tiempo
suficiente para observarla y ahora, sentada frente a mí, me doy cuenta de que
no ha sido uno de mis típicos espejismos,
es muy interesante. Sus ojos helados
que parece que no miran, como los ojos de los ciegos. Los dientes tan blancos,
perfectos, iluminan su sonrisa.
Vamos
subiendo a su habitación y hay algo que me inquieta: ¿Sus colmillos tan
llamativos? ¿Los cuadros de ataúdes
en la escalera?
LA
MUJER DEL GIRASOL BLANCO
El mercado estallaba de voces como una subasta en la lonja. Paraíso de compradores en tiempos de bonanza agolpándose en busca de las mejores frutas, melocotones rojos como guirnaldas en días de fiesta, girasoles como una puesta de sol teñido de palabras sentimentales de un amigo suspendido de una escalera multicolor desde el cielo añil, o el temblor imperceptible del meridiano que separa la vida agitada de dos amantes.
Al
final de la plaza, en un rincón olvidado por la luz y el vocerío, la mujer de
los girasoles blancos se refugiaba en la soledad de su ignorada mercancía.
F.J. Fayerman
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