LA NIÑA CHICA
La niña chica no vino bien. El abuelo lo supo nada más verla. ¡Quién sabe si lo adivinó en los párpados
blandamente cerrados, o en el llanto débil de cachorro enfermo! Cuando el abuelo la vio, le rozó los dedos,
como gusanillos tiernos, y murmuró “Si está de Dios...”, dándole golpecitos
flojos al capazo rosa.
El alba traía una luz difusa que hacía visible el contorno de los muebles
del cuarto de hospital. La niña seguía
en penumbra, su cuerpo tibio una duna mínima en el horizonte de cuadros, un
leve latido envuelto en lana.
La madre observó el rayo de luz, que avanzaba casi rozando el metal de la cuna, aún el
rostro del bebé difuso, dudoso unos instantes más. Un tiempo breve de espera que de golpe se vio
roto por una estría brillante, una
estría como un filo que se clavó en los párpados rasgados de la niña chica, que
siguió soñando con su mundo de algodones sin sentirlo.
La madre se inclinó hacia ella y, desde la cama, extendió una mano áspera
que acarició la frente, ¡tan ancha ya!, la mejilla rosada, los labios
entreabiertos de su bebé único, de su niña especial.
Buscó después la sombra de las sábanas para evitar
que la luz se reflejara en sus lágrimas.
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