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CON NOMBRE PROPIO: MATILDE LLEDÓ PÉREZ






LA TIETA MERCÉ

Pueden llamarme Merceditas, Mercé o la tieta Mercé. Como más les guste. Pero para conocerme bien tendrán que venir a Barcelona. Allí cogerán el metro hasta Liceu.  Subirán por la Rambla llena de flores y de vida.  De pronto, una mezcla de aromas les despertará los sentidos. Déjense llevar  por las voces que les invitarán a entrar. Estarán  llegando entonces  a mi mundo, a mi mercado; La Boquería !No pasen de largo nois¡  Háganme una visita. Allí les estaré esperando.
Ha cambiado bastante en los últimos años. Ahora es más moderno, más ordenado. A mí me gustaba mucho el de antes. Era más nuestro, más de la calle, con su griterío y sus comadres. Pero aún sigue siendo precioso mi mercado. Tan colorido, tan alegre. Cómo la primera vez que entré en él. Nunca antes había visto nada igual.
Allá en mi pueblo no había tiendas. Sólo la taberna de Mariano que vendía lo más necesario para el día a día. El único pescado fresco lo traía mi padre  en un carro de mano con hielo. Yo, desde chica, le ayudaba a venderlo por las casas. Todos me conocían como Merceditas la del pescadero.  Pero eso fue antes de aquella guerra. De después sólo recuerdo un agujero grande en el estómago y el frío. Aquel frío seco que se te metía en los huesos. Creo que fue por entonces cuando se me coló dentro aquella sensación de no entrar nunca en calor.
          Cuando mi padre murió, a mí ya no me quedaba nada que hacer allí. Así que cogí el hatillo  y  me marché para Barcelona. Allí tenía una prima que estaba sirviendo. Yo no pensaba ni mucho menos en fregar casas ¡Quita!  De eso ya había tenido bastante en el pueblo. No señor. Yo iba pensando en lo de ser artista. De esas que actuaban en el paralelo que me contaba mi prima.
Me bajé en la estación de Sants con  la maleta y unos pocos cuartos para aguantar unos meses ¡Madre mía!  ¡Que grande era aquello¡ Cuanta gente que iba y venía y que trajes tan elegantes llevaban.
Me quedé pasmada en medio de la acera.
-Bon día, bonica. ¿Acabas de llegar a la ciudad? ¿Necesitas ayuda?
Aquel hombre parecía simpático y la verdad es que yo no sabía para donde tirar.
- ¿No sabrá usted por donde queda la plaza de Urquinaona?
-Te queda un poco alejado, noia. Pero yo voy para allá. Si quieres vamos juntos y te llevo la maleta.
           Le seguí por aquellas calles tan llenas de gente. A cada esquina que doblábamos había algo que me dejaba con la boca abierta.
-¡Ay madre!, si ese edificio parece un merengue. Como los que nos daban para el domingo de ramos. ¿Y esa montaña que se ve al fondo? ¿Y aquél paseo? ¿Y esa torre tan alta? ¡Cuántas palomas Dios mío! ¿Son de alguien?
Él se reía y me iba contando cosas de la ciudad.

-Aquí no vas a perderte fácil. A un lado tienes la montaña y al otro el mar. Ya verás cómo te gusta Barcelona. Es una ciudad muy alegre. Llena de cosas bonitas para una xiqueta guapa como tú.
          Al día siguiente me llevo al Tibidabo. A la otra semana a la Barceloneta, a ver la playa. Se llamaba Josep y era pescadero en la Boquería.  Como decía mi abuela.
“el que nace pa burro, de pequeño ya tiene orejas”
Así que cambié las plumas y las lentejuelas del molino por la morralla y las galeras. Y de este modo fue como dejé de ser  Merceditas para convertirme en “la Mercé”, la pescatera de la paradeta dieciocho.
-Reina, maca, no pases de largo que tengo la sardineta viva.
Perdonen la interrupción. Es que se me despista el público y hay que estar al negocio.
¿Qué estaba diciendo?  ¡Ah sí! El Josep. Qué buena gente era. Hicimos una gran pareja, aunque nos faltaron los chicos. Los esperamos durante años, pero cuando vimos que no llegaban nos hicimos a la idea. Entre semana despachábamos juntos en la pescadería. Los domingos nos gustaba ir al parque Well o a Monjuitc, a montar en la noria. Fueron tiempos felices aquellos. Aunque ni siquiera entonces conseguí yo quitarme aquella sensación de hielo por dentro.
 Una tarde se me fue el Josep, de repente, así sin darme cuenta. Y me quedé sola con la parada y con aquella casa grande y vacía. Las noches eran más frías que nunca y las paredes se me caían encima. Cuando plegaba, para no llegar tan pronto a casa, me daba un paseíto por la rambla. A veces me llegaba cerca del Raval y hablaba con las chicas. Eran tan jóvenes y tan guapas. Yo me imaginaba que eran mis hijas ¡Y con aquel oficio las pobres¡ Con tanto miserable  suelto.
           Se me vino a la cabeza de repente. ¿Y si me las llevo conmigo? Allí estarían más calentitas, al resguardo. Eso sí, en casa solo entraría quien ellas quisieran. Nada de verse obligadas con cualquier elemento de esos del barrio chino.
 Y de pronto se me llenaron las paredes de alegría ¡Cuánto canturreo por los pasillos! La tieta Mercé me llamaban.  Menuda retranca tenían.
-Tieta Mercé que está usted siempre pasmada. Le vamos a traer un mozo de los nuestros para que le caliente la cama.
-Anda noias, menos conya.  No he sido yo pescatera tantos años para conformarme con boquerones. Si me traéis alguno que sea uno de esos mozos que bailan ahora en el Molino.
-Anda que no sabe nada la doña
Y se empujaban las unas a las otras riéndose con ganas.
Yo, aquel día, me olía que preparaban algo. Era mi cumpleaños. Ya cumplía yo una cifra de esas que dan vértigo aunque,modestia aparte, seguía estando de buen ver. Las había visto, durante toda la mañana, revolotear y alborotar por la casa.  Después de comer me hicieron pasar al comedor y sentarme. En el  centro había una gran caja con un lazo rojo. Apagaron casi todas las luces y empezó a sonar una música. De pronto se abrió la caja. ¡Ay madre! Aquel hombre tan guapo bailando sólo para mí. Con aquellos músculos que yo ni me había imaginado que existieran. Sin querer faltar a mi Josep, que era un bendito, pero corpulento no se puede decir que fuera.
Me empezaron a subir unos calores. ¡Qué sofoco Señor! No daba a basto a mover el abanico. La cara se me puso colorada como una guindilla.  ¡Que hasta me faltaba el aliento!
Yo creo que fue el exceso de calor, la falta de hábito, o puede que la arterioesclerosis. O una mala digestión, que también podría ser. El caso es que me dejé ir. Cuando me di cuenta, ya estaba en el otro barrio. No me dio pena. Al fin y al cabo algún día había que irse. Y cosas de la vida, yo, que había pasado tanto frio, al menos me iba calentita.Pero eso sí, no quise irme muy lejos. Me quedé en la Boqueria, en mi mercado.
Si al parar en el Pinotxo a tomar un tentempié, notan algo extraño. Sí les rozan la espalda y  al volverse no ven a nadie. No se asusten.  Soy yo, Merceditas, Mercé la pescatera, la tieta Mercé. Como ustedes gusten. Para servirles.
-Reina, no te vayas que tinc de tot, fresc y barat. Llévate un quart de galeras para el arros que encara están vivas.  
Disculpen de nuevo, ya saben, la fuerza de la costumbre.

Matilde Lledó

CON NOMBRE PROPIO: MATILDE LLEDÓ PÉREZ







EN LAS PAREDES

Algunas tienen penas, muchas penas algunas,
y largas cabelleras que lloran en el viento.
Algunas son horribles, casi siempre me advierten
que un peligro me acecha.
Algunas tienen horas marcadas en los ojos
y son como clepsidras,
me despiertan de noche
(Las caras de los hombres, Silvina Ocampo)

Elena sonríe mientras mira los dibujos de la pared. Está hermosa cuando sonríe. Quizás ahora sea la ocasión de contarle todo, pero me temo que eso rompería la frágil paz de este momento. Me gusta Elena. Me gusta a pesar de haberla traído a la casa. Me invade un enorme deseo de hablar con  ella, de revelarle mi secreto, pero está tan bella mientras pasa sus dedos por la pintura.
Hacía muchos años que no regresaba. Todo está igual que aquel día. Los muebles del salón, la vieja mecedora de mama, las fotos familiares. Los dibujos  sin embargo han cambiado. Lo esperaba. Saben que he vuelto, la casa entera lo sabe. Me recibe vigilante, inundándolo todo con aquel olor a pintura, como si el tiempo se hubiera doblado hasta aquel día en el que comenzó todo.
 Yo tenía trece años y observaba asombrada cómo mi padre pasaba el rodillo minuciosamente por la pared. Con cada pasada las caras iban quedando grabadas. En vertical, en horizontal, en oblicuo. Era la moda de aquellos años, grabar dibujos en la pintura. Le dije que no me gustaban aquellas caras. Algunas tenían la expresión triste de una muñeca rota. Pero él  me decía que alegrarían las  viejas paredes. Oía a mi madre cantar en la cocina. El olor  manzanas cocidas  y a canela se mezclaba con el de la pintura fresca. Mi hermana pasaba las páginas de un libro sentada en el salón. La casa aún era nuestra aquel día.
 Pasaron los meses y yo no conseguía acostumbrarme  a aquellos rostros que me observaban desde las paredes. Me incomodaba su acecho, su impertinente presencia. Mi familia sin embargo parecía ajena a aquello. Nunca noté en ellos ninguna inquietud especial. Ni siquiera cuando las caras empezaron a hablarme. Al principio fueron ecos lejanos, sin sentido. Murmullos incomprensibles. Después comenzaron a decir mi nombre. Yo les pedía que me dejaran, que no me hablaran más, pero seguían llamándome cada vez con más fuerza.
Comencé a vigilarles, a escudriñar sus rasgos mientras todos dormían. Por la mañana cambiaban sus expresiones. Los que a la noche parecían tristes mostraban de día una mueca perversa. Otros me miraban con ojos incisivos, mientras continuaba su atroz letanía. Así pasaron dos años, siempre acechado por aquellas voces y aquellos rostros que me perturbaban. Mi carácter había cambiado durante este tiempo. En casa me recriminaban mi tristeza y mi constante inquietud. Pero no me escuchaban. No entendían mi deseo de tapar aquellos dibujos, de hacerlos desaparecer.
            Yo no podía comprender como ellos, mi propia familia, no se daba cuenta de lo que ocurría. ¿Acaso estaban fingiendo?  ¿Querían por alguna razón inexplicable perpetuar mi angustia, llevarme a la locura? Me desesperaba su indiferencia. Era del todo imposible que no oyeran aquel constante griterío ¿No veían los cambios?¿No notaban los rasgos de ira que se iban apoderando de los dibujos?   
            Aquel día lo entendí todo, las caras me lo desvelaron. Por eso cuando aquellos policías me preguntaron por mis padres y mi hermana, yo les dije  que observaran la pared. Pensé que comprenderían. Pero naturalmente ellos no conocían la casa. No tenían manera de saber que aquella mañana, entre los dibujos, había tres nuevos rostros.  Mientras me sujetaban y me empujaban hacía la puerta me volví para contemplarlos. Me pareció que sonreían. Ahora las caras estaban en paz. Las voces por fin habían cesado.

Hace una semana me dejaron salir. Han pasado quince  años desde entonces.
 A los doctores les dije que todo era mentira. Que aquellas voces no habían existido nunca. Al fin y al cabo eso es lo que querían oír. Esa misma tarde conocí a Elena en un café. Es tan alegre. Cuando le dije si quería venir conmigo a la casa se mostró entusiasmada.  Ahora ella está aquí. Quiero hablarle, acariciar su mano, intentar que pueda llegar a comprenderme. Pero me temo que esta vez tampoco será posible. Los dibujos están cambiando de nuevo. La miro fijamente, ella aún sonríe  ¿Es  posible que no les oiga?

Matilde Lledó Pérez