Relato finalista en el Concurso Literario de Narrativa "Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz"
LA POZA SOLEADA
Federico Fayerman
http://federico-elhuertodelaspalabras.blogspot.com/
El coche se detuvo junto al cartel que señalaba el nombre del pueblo.
Bajó.
--Gracias por traerme --dijo agachando la cabeza y mirando al conductor a través de la ventanilla abierta. Se apartó dos pasos y contempló cómo se alejaba el automóvil hasta que la curva flanqueada de pinos lo engulló.
El camino de tierra que conducía al pueblo se mostró a su derecha. A lo lejos, su final parecía clavarse en el campanario de la iglesia, donde una cigüeña acababa de posarse.
Cargó la mochila sobre un hombro y subió la pendiente hasta que el pueblo apareció totalmente ante su vista. De frente, varias casas de piedra rodeando la plaza de la iglesia, a la derecha los campos de labranza, dorados de trigo recién segado. A la izquierda cuatro caserones ceñidos a una callejuela empinada, que terminaba saltando sobre un río de grandes piedras planas.
Al otro lado del puente, el viejo pinar que llegaba hasta las montañas
Por encima, un cielo sosegado lo acariciaba todo.
Cuando llegó a los campos les preguntó por ella.
Corrían y saltaban sobre las montañas de paja que a pleno sol esperaban la bielda. Sin parar. Hasta que llegaba la hora de comer y volvían a sus casas. Él, con sus pantalones cortos y las rodillas magulladas y ella con sus largas trenzas de pelo negro cuajadas de espigas.
Exhaustos de risas, los dos.
Los campos le hablaron de ella. De sus largos paseos por la era arrastrando los pies por el bálago y escribiendo con su rastro el nombre de su amado.
Desde hacía tantos años…
Cruzó el puente hacia el pinar, que le esperaba solitario y fresco.
Le preguntó por ella.
Era el pino más longevo y enroscado. Trepaban a diario hasta la tercera o cuarta rama y allí, donde el tronco se estrechaba esculpían sus nombres dentro de un corazón de corcho.
Las primeras sombras de la noche los arropaba agotados de amor.
El orgulloso pino le habló de ella. De los sentimientos que grabó en su viejo tronco durante su ausencia, de las lágrimas que diariamente lo regaron.
Desde hacía tantos años…
Remontó el rio caminando sobre las piedras cubiertas de musgo húmedo, hasta la poza soleada.
Le preguntó por ella.
Tumbados uno al lado del otro, sobre la gran losa plana como cada tarde de verano, hacían planes de futuro. Él soñaba con labrar los campos que le cediera su padre y poder construir una casa con una gran chimenea. Ella soñaba con la ciudad, con una vida nueva lejos del pueblo y de lo que suponía trabajar aquella dura e ingrata tierra de sus padres y sus abuelos.
A veces, entre sueño y sueño, se bañaban en la poza y el agua, terriblemente fría les devolvía a la realidad.
La poza soleada le dijo las veces que la vio pasear por la orilla del río, con las manos entrelazadas tras la espalda y la cara levantada hacia el cielo, recibiendo el aire crudo de las montañas cercanas sobre sus mejillas. Le contó de la soledad que la acompañaba cada tarde.
Desde hacía tantos años…
Caminó a lo largo de la calle que conducía a la iglesia. Se paró frente a ella, con las manos en los bolsillos y el semblante relajado.
Recordó.
Aquella noche, por el camino del pinar notaron la presencia de alguien que les seguía. Poco antes de atravesar el río dos sombras se lanzaron sobre ellos. Lo golpearon con una piedra en la cabeza, a ella la violaron con saña. Cuando se recuperó fue a buscarlos y delante de la iglesia los mató con dos tiros de escopeta a bocajarro. Allí mismo lo detuvo la Guardia Civil y pasó 20 años en una cárcel al otro lado del país.
La cigüeña, erguida sobre su nido del campanario, le indicó el camino que debía seguir para rendir su penúltima cita.
La vereda bordeaba las tierras altas y secas del pueblo, donde la humedad del río no llegaba y sólo cardos y tomillo decoraban el paisaje.
Llegó al caserón cerrado y sin luz.
Le preguntó por ella.
El caserón familiar abrió sus puertas y le invitó a entrar.
Había pasado muchos años limpiando la casa, preparando la comida de día y tirándola de noche, peinando su pelo ensortijado cada hora, lavando y planchando cada tarde una y otra vez sus vestidos. Subiendo de madrugada al desván para contemplar desde la estrecha ventana desvencijada el amanecer y mirar a lo lejos, más allá del campanario de la iglesia donde duerme la cigüeña, tratando de adivinar el final del camino que desciende hacia la carretera, por donde regresan todos los que alguna vez se han ido.
Por si volvía.
Pero el caserón estaba ahora abandonado, sucio, silencioso.
Salió a la calle y suplicante le volvió a preguntar por ella.
Y entonces el caserón le dijo que los campos heredados, al otro lado del pueblo, estaban trabajados, que en ellos había una casa nueva, de piedra y pizarra negra y que en ella, Julia, lo estaba esperando, sentada ante la gran chimenea de sus sueños.
Desde hacía tantos años…
2 comentarios:
Un buen relato; me gusta mucho
COJONUDO YA SE SABE DE ESTE ESCRITOR QUE CADA DÍA VA A MÁS
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