CON NOMBRE PROPIO


EL PRESENTIMIENTO.
Isabel Muñoz Sotés

- I -


La cerradura cedió a la presión de la llave sin ofrecer resistencia y la puerta se abrió. Antes de cruzar el umbral Valentín Hernández quitó, con su paraguas mojado, una tela de araña que colgaba de lo alto del marco. Se introdujo en la estancia lentamente. Olía a humedad pero no abrió las ventanas para ventilar. Dejó sobre el suelo la pequeña maleta de ruedas y se dirigió al cuadro de los automáticos de la luz. El salón se iluminó, tras lo cual cerró la puerta de la calle. Colocó el paraguas abierto sobre la bañera y se quitó la gabardina. En su dormitorio cambió los zapatos por unas chanclas de paño verde oscuro. Todo lo que hacía le parecía incoherente y la duda lo embargaba. A esa hora tenía que estar volando hacia el norte, en dirección a París, y sin la menor justificación razonable, con un simple giro del volante, había cambiado el camino del aeropuerto por la casa de la sierra. El caer monótono de la lluvia sobre el coche y el ir y venir de izquierda a derecha y de derecha a izquierda de los limpiaparabrisas bastaron para evitarle hacer una reflexión sobre su extraño comportamiento. Arrugó unos periódicos viejos que encontró doblados en el revistero de mimbre y los colocó bajo la leña que ya tenía preparada en la chimenea. Aplicó una cerilla pero el papel ardió sin prender los maderos. Buscó las pastillas de alcohol y en el segundo intento consiguió avivar el fuego. Se sentó desmadejado sobre la mecedora y mirando las formas irregulares que describían las llamas, se balanceó con suavidad. Al rato, sumido en la indecisión que le invadía, fue a la cocina, buscó en el frigorífico una bebida fría. Todo estaba a la temperatura del ambiente y aún no se habían hecho los hielos. Contrariado cerró la nevera y de la despensa sacó un tinto de Rioja. Descorchó la botella y se sirvió una copa que, sin probarlo, colocó sobre la mesita auxiliar, frente a la chimenea. Se volvió a sentar en la mecedora en actitud pensativa. Miró hacia el teléfono pero decidió no tocarlo. Consultó su reloj, cerró los ojos y escuchando el arrítmico crepitar de los leños; permaneció al filo de la inconsciencia durante más de una hora. En ese tiempo las ideas deshilachadas no le proporcionaron solución a lo que le preocupaba. El avión, perdido voluntariamente, estaría ya en París; habían pasado casi seis horas desde que debió partir de Barajas. Volvió a consultar el reloj y pensó que era el tiempo de los telediarios. Pulsó el uno del mando a distancia y el logotipo del informativo llenó la pantalla. Sólo puso atención en la primera noticia. De haber ocurrido lo que se temía, lo dirían en primer lugar. Sin interés por el resto de lo que sucedía en el mundo, pulsó de nuevo el mando a distancia y la pantalla del televisor recuperó su color gris oscuro. Marcó en el teléfono el número de información de Iberia. Preguntó si su vuelo había llegado a París y le respondieron que sí, que lo había hecho a su hora. Respiró profundo. Se acostó sin cenar y sin haber tocado la copa de rioja que permanecía llena sobre la mesita auxiliar. Se despertó temprano con las ideas despejadas. Atusó la cama, se duchó, apagó las luces pulsando los automáticos. Abrió la puerta de la calle, cruzó el umbral y desde el otro lado, bajo la lluvia, con la gabardina puesta y la maleta en la mano, giró la llave de la cerradura en sentido contrario a como lo había hecho al llegar. Subió a su coche camino del aeropuerto pisando fuerte el acelerador. Estaba furioso consigo mismo y juró no volverse a dejar llevar más por sus estúpidos presentimientos.


- II -


El aeropuerto se le antojó inhóspito. Como si se le enfrentara. La gente, tan desorientada como él, se movía deprisa de un lado a otro sin tener en cuenta sus temores, ajenos a lo que él sufría cada vez que tenía que viajar en avión. Le provocaban con la indiferencia que mostraban arrastrando sus maletas de ruedas por las amplias galerías, o deslizándose posados como pájaros disecados sobre las cintas trasportadoras. Cuando llegó por fin al mostrador de Iberia y la señorita le preguntó que qué deseaba, la sonrisa que esbozó se le antojó hipócrita, con reservas, como si con aquel gesto estúpido ocultara lo que él presentía. Por segunda vez le interrogó: ¿Qué desea, señor? Un pasaje a París para el primer vuelo que salga, respondió sin devolver la sonrisa. La señorita consultó la pantalla del ordenador y le dijo que había uno a las doce, pero que tenía que dirigirse al mostrador de “Air France” y hacerlo rapidito porque iba raspado de tiempo. Sin tener la cortesía de dar las gracias, partió de nuevo hacía el caos del aeropuerto. Miró los carteles anunciadores para terminar preguntando en un servicio de información. Afortunadamente cuando llegó a la puerta de embarque ya tenía la luz verde y los pasajeros, enfilados, caminaban como becerros ignorantes hacia el destino incierto de aquel vuelo.


Con el cinturón de seguridad ajustado al cuerpo, lamentó no haberse tomado un Valiun cuando el aparato inició el vertiginoso ascenso. Después se entretuvo un rato mirando el mar de nubes que alfombraba la tierra que tanto le gustaba pisar y que nunca hubiera sobrevolado si no fuera por obligación. Una azafata morena de aspecto agradable le preguntó, por dos veces, que qué le apetecía tomar y pidió un güisqui que pudo beber a tragos cortos. Algo más sereno, rememoró el objeto de su viaje. Consultó el reloj y calculó el tiempo que faltaba para que se celebrara la junta de accionistas de la sociedad que representaba. A la junta podía llegar, si el vuelo culminaba felizmente. A las conversaciones previas ya era imposible. El remordimiento le hizo olvidarse de que se encontraba a siete mil metros del suelo. ¿Cómo justificaría su ausencia en las conversaciones previas del día anterior, que eran decisorias para la tesis que había de mantener en la junta? Dejaría intervenir a los demás antes de exponer su postura ¿Qué postura? ¡Dios, lo había olvidado! De buena gana sacaría los documentos de la maleta si no tuviera que levantarse de la butaca y desajustarse el cinturón. El riesgo de las turbulencias no era producto de sus fobias, era un peligro probable. Miró a su lado y fue entonces cuando supo que en el asiento de al lado viajaba una señora adormecida.


En francés, en inglés y en español, anunciaron por la megafonía del avión que ya estaban próximos a París e iniciaban el descenso, recomendando a los pasajeros que se abrocharan los cinturones de seguridad. Percibió, no sin temor, que el ritmo de la velocidad se alteraba y el sonido de los motores cambiaba de tono. Con disimulo, para que no se percatara la señora que dormía a su lado, se sujetó fuertemente a la butaca con las dos manos. Cuando el avión se posó en la pista y las puertas se abrieron, exhaló un suspiro tan profundo que llamó la atención de su compañera de asiento que ya se había espabilado. ¡Es que no me gusta volar!, se justifico sonriente y su interlocutora le dijo: Ya lo he notado... he observado que ha venido usted algo tenso durante todo el viaje. Se sintió ridículo ante la mujer de mediana edad, de aspecto distinguido y con apariencia de ejecutiva. No quiera Dios que coincidamos en la junta, pensó. Por Madrid sólo voy yo pero pudiera ser de Sevilla o de otra delegación... ¡no lo quiera Dios!, repitió para sus adentros.


En París también llovía y hacía frío. Ya fuera del avión, Valentín Hernández se puso la gabardina, abrochó todos los botones, se subió el cuello como intentando protegerse las orejas, abrió el paraguas con naturalidad y arrastrando su pequeña maleta de ruedas se dispuso tranquilo a buscar un taxi.

4 comentarios:

PILARA dijo...

Bienvenida a nuestro blog.
Tengo el presentimiento de que no será la última vez.

Graziela dijo...

Gracias Isabel por compartir con nosotros este cuento, en el que consigues describir perfectamente el temor a volar de muchas personas, y sobre todo porque tiene un final inesperado.
Tengo el presentimiento de que no será el último y espero que tu nombre ocupe más veces este espacio, que siempre estará a tu disposición.
Besitos

Marcos Callau dijo...

Me ha gustado mucho, Isabel pero ha sido muy complicado leer tu texto para mí. La razón es que en junio vuelo a Paris y es la primera vez que cojo un avión...

Muy buen texto.

Esperanza dijo...

Marcos no te apures por el viaje y procura disfrutar del trayecto. A mi no solo no me da miedo el avión, sino que me gusta. Es rápido, cómodo, te permite aprovechar el tiempo pues puedes leer, ver una pelicula en los viajes largos, hablar con el compañero de asiento y mirar las nubes, y todo desde arriba cuando no vuela demasiado alto. Feliz viaje.