EL EMBOZO VACÍO
“Si te veo llorar el día que me muera soy capaz de marchar sin despedirme”
A pesar de su amenaza yo lloré mucho aquel día teñido de gris por el otoño, y él se despidió apretando mi mano hasta que le abandonaron las fuerzas.
A medida que nuestros hijos nos fueron dejando, el piso se nos hizo cada vez más grande y hoy, que regreso por primera vez sola del cementerio, me siento más pequeña que nunca y se me hacen las estancias increíblemente desproporcionadas con mi tamaño.
Cierro la puerta tras mí y doy los primeros pasos por el largo pasillo sin querer reparar en los cuadros que él pintó cuando dejó el trabajo; tendré tiempo de imaginarle con sus pinceles copiando postales de paisajes… y mi foto embarazada del mayor con la nariz de la Liz Taylor sustituyendo a la mía, tan fea.
El techo había crecido desde el último día y su voz de barítono no volvería a retumbar a lo largo del pasillo:
“! Hola, cariño, ya estoy aquí”
Toda la familia tenía la costumbre de saludar desde la entrada para no asustar a quien estuviera en la casa. Con voz muy queda he dicho:
“ ¡Hola, soy yo”. No hacía falta gritar pero nunca se sabe quien puede aparecer cuando tanto se le desea.
“Si estás lista nos vamos a dar un paseo por el parque y, a la vuelta, nos sentamos en una terraza”
Apenas salíamos a la calle yo me colgaba de su brazo como hacía desde novios y me sentía más segura y protegida que una reina. Ahora que mis rodillas chirrían de dolor echaré en falta su fuerza, un motivo más para la añoranza.
“Me has usurpado parte de mi territorio”, se quejaba en broma cuando yo me acostaba antes que él”
Entro en el dormitorio y me abruma el enorme tamaño de la cama para mi pequeño cuerpo. Abro primero el embozo de mi lado y rodeo la cama para abrir el suyo… por si regresa. Con las yemas de los dedos rozo su almohada y el hueco apenas perceptible donde apoyaba su cabeza.
Me acuesto sin sueño, sólo para soñar con él, y me acongoja el pensamiento de que mañana, apoyada en el quicio de la puerta del cuarto de baño, no oiré su voz de barítono por encima de la maquina de afeitar y de la ducha. Ni me llamará para que le extienda un poco de crema por la espalda y él tampoco me frotará la crema en la espalda con una suavidad impensable con sus fuertes manos… y me perderé su pícaro azote en mi nalga desnuda.
En diciembre haríamos cuarenta y ocho años de casados. Yo siempre le preguntaba qué había visto en mí, tan menuda siendo él tan buen mozo.
“¿Quieres decirme qué pudiste ver en mí?”, insistí cuando ya estaba muy malito.
“No pude contar tus pestañas el primer día y me empeñé en conseguirlo alguna vez”, me contestó en broma.
A veces pienso que sería mejor dejar este piso y este mundo tan grandes para mí pero he decidido llenar las paredes con cartas a Anselmo donde le cuente los buenos y los malos momentos que pasamos juntos y cuántas pestañas tienen los ojos de nuestros hijos y nuestros nietos. Empezaré clavando esta nota junto al retrato que me hizo con la nariz de Liz Taylor.
4 comentarios:
Precioso relato. Gracias Ino por compartirlo con nosotros
Es muy entrañable
Enhorabuena a Ino Romero por crear algo tan precioso que habla de esos sentimientos que siempre estan presentes. Me ha encantado lo de las pestañas, al final. Saludos.
Estupendo trabajo el que nos invitas a compartir. Las ausencias son difíciles de llenar, pero la voluntad y el empeño en encontrar una motivación pueden hacer el milagro de dar sentido a los días.
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