CON NOMBRE PROPIO: JAVIER GUTIÉRREZ RUBIO


      
              Todas las canciones son canciones de amor

    Martes, 23 de noviembre de 2010 a las 20:02
   Hay algo antinatural en releer imeils del pasado. Algo monstruoso en desandar el camino desde el presente hacia el pasado a través de esos textos improvisados, escritos deprisa y corriendo, en la oficina, en el portátil sobre la mesa de la cocina. Unas palabras, en la mayoría de los casos, insustanciales, mecanografiadas sin ningún cuidado, sin apenas puntuación, sin mayúsculas. Un texto escrito para durar un minuto y que, sin embrago, permanece, mensajes que con el paso del tiempo se cargan de un sentido inesperado. Adquieren un peso moral, un brillo de emoción para los que no estaban pensados. Con el tiempo cualquier combinación de palabras corrientes puede matarte de nostalgia.

Uno tiende a recordar pasados esquemáticos, listas de pros y contras, escenas significativas por eso cualquier frase de pronto puede dejarte sin aliento, puede romperte la cara. Como por ejemplo, “compra pan, mi amor, corre, la cena casi está en la mesa”. Es el contexto que rodea aquellas pocas palabras, es el silencio que las envuelve -un silencio tan inmenso y lleno de matices- lo que hace que esas pocas palabras ahora, releídas con el paso del tiempo, parezcan fósiles marinos y otras muestras minerales, en definitiva, las pruebas irrebatibles de la existencia geológica de tu paraíso perdido, de un manto de felicidad sepultado por el tiempo. Sí, cualquier combinación de palabras, como “corre, compra pan”, puede golpearte como fósiles marinos y rocas etiquetadas lanzadas a mala hostia a la cara.

Las palabras permanecen, los contextos han evolucionado con el tiempo, han mutado. Desaparecido. Te quiero, dicen los imeils del pasado. Te espero, tal vez no debí, hoy no creo que, me parece que yo no, qué tal mañana, ¿llegaste a tiempo?, gracias por todo, lo siento muchísimo, ya sabes nunca llueve a gusto de, confía en mí, te quiero tanto tantísimo, te espero, corre, la cena ya casi.

Macho, lees un imeil de doce palabras y dan ganas de salir corriendo, de comprar una barra de pan, seguro que era invierno, espera, puede que incluso fuera Navidad, por favor, mi amor, ya llego, no empieces sin mí, si estoy al lado de casa. Lees un imeil, dan ganas de. Y por supuesto imposible recordar esa noche en concreto, imposible saber si al final compraste el pan o no, qué preparaba ella de cena mientras escribía, si aún os queríais o si ya no estabais tan seguros, si visteis una película más tarde o por el contrario os tragasteis cualquier cosa que echaran por la tele.

Dan ganas de salir a la calle y correr, pero correr adónde, no sé, dan ganas de correr, de comprar una barra de pan a la carrera, sólo quedan dos barras en todo el mostrador, pagar a toda prisa y ganas de correr con la barra en la mano, agitándola en el aire frío de la noche, ¿pero correr adónde?, qué más da, sólo correr entre la gente, con el abrigo abierto, correr esquivando a los transeúntes, pidiendo perdón sin detenerse, sólo correr bajo los carteles luminosos, correr contra los escaparates aún iluminados con la barra de pan en alto, esquivando a la gente.

Debería estar prohibido releer los imeils del pasado, igual que debería estar prohibido escuchar a The National obsesivamente como hago ahora. Es que, macho, lees cinco palabras, cualquier cosa al azar, y qué ganas de correr. Cinco palabras de mierda y ganas de correr, de subir los cuatro pisos saltando los escalones de dos en dos, qué ganas de abrir la puerta y encontrarla con el delantal puesto y música en el Ipod y una copa de vino entre las manos, qué ganas pero resulta que cuando llegas arriba la llave ya no encaja en la cerradura, es demasiado tarde, ni siquiera ella vive ya allí, y entonces te preguntas sosteniendo la llave equivocada frente a la puerta equivocada, te preguntas qué estoy haciendo aquí con una puta barra de pan en la mano y es en ese momento cuando escuchas que alguien sube a grandes zancadas las escaleras, también lleva abrigo y tal vez se dé un aire a ti, más guapo, tal vez un aire, lo ves subir y te apartas, desandas un par de pasos,  el tipo te saluda como si fueras un vecino, sin mirarte, rebuscando las llaves en el bolsillo, ansioso, haciendo malabarismos para que no se le caiga su propia barra de pan, y la chica abre la puerta, una chica muy parecida a ti, igualita de hecho, puede que más joven, puede que ambos sean más jóvenes después de todo, y entre sus dos cuerpos aún eres capaz de ver la luz cálida de la lámpara de pie que un día fue vuestra lámpara y de escuchar la música en el Ipod y hasta crees oler algo apetecible al fuego. Y ellos dos se vuelven extrañados de que permanezcas ahí de pie, paralizado, y tú dices. En realidad no dices nada, sólo gesticulas con las manos y sonríes y señalas el piso de abajo como si te hubieras equivocado de planta y sales a la calle y llamas a toda la agenda del móvil porque no quieres pasar solo esa noche tan fría, y empiezas por la a y si hace falta acabarás por la zeta, porque esa noche, puede que incluso sea Navidad (no Nochebuena pero sí esa misma semana o la semana anterior o posterior) porque esa noche no la quieres pasar solo, y aunque sea –y ya tiene que estar jodida la cosa- llamarás a tus padres para que te inviten a cenar. Y tu madre te animará a ir y luego extrañada te preguntará si estás bien y tú sí, mamá, muy bien e inventarás cualquier excusa, seguramente que se te ha jodido la calefacción, sí, esa es una buena excusa y luego añadirás que el pan, sí, que el pan ya lo llevas tú.



1 comentarios:

Esperanza dijo...

Buen relato Javier y es cierto que lo que se escribe en determinado momento, después puede perder totalmente el sentido con el que fue escrito o leido.