Tenemos el placer de ofreceros un cuento de nuestro amigo, el escritor Juan Carlos Chirinos, publicado en El Mundo.es, que hace poco nos visitó, como podéis ver en la entrada publicada el 16/12/11 .
*'El fuego previo de la locura' es un relato inédito de Juan Carlos Chirinos, uno de los autores participantes del Festival Eñe.
El fuego previo de la locura
*Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967).
Para mis alumnos de creación literaria.
Para mis alumnos de creación literaria.
—Vamos a hacer un experimento —dijo el profesor.
Sacamos nuestros cuadernos y nos preparamos para anotar las instrucciones; estos eran los mejores momentos de la clase, cuando el profesor ponía a volar su imaginación y nos obligaba a pensar más allá de los límites que creíamos haber alcanzado, que nunca eran suficientes para él. Los lápices estaban ya preparados para pasar la siguiente hora escribiendo.
—No, pero no vamos a usar palabras; tal vez no tengamos que escribir nada hoy.
—¿Y entonces? —pregunté, intrigado.
El profesor se levantó de su asiento y avanzó hacia nosotros. Nos miró sonriente, cogió el rotulador rojo y dibujó un círculo en la pizarra. Un círculo que daba apariencia de encerrar dentro todo el espacio que un ser humano hubiera podido imaginar. Se giró hacia nosotros y, sentado sobre el escritorio, continuó:
—¿Recuerdan que el año pasado les hablé de Poul Anderson? He estado pensando en él todo este tiempo y he descubierto cosas interesantes que me gustaría compartir con ustedes hoy. ¿Se acuerdan del cuento?
—¿Cuál cuento? —preguntó Luis; y Manuel le explicó que el último día del curso pasado el profesor había hablado de la historia de la manzana escrita por Poul Anderson. Al parecer, pues ese día tampoco yo había ido a clase, se trataba de una historia que el profesor había leído hacía años. Casi ninguno de nosotros sabía nada de esto, porque los últimos días de clases no solía haber mucho público en el aula, incluso cuando la estrella del día era el profesor, cuyas clases gozaban de cierta fama. Él no tuvo más remedio que contar el relato otra vez:
—Hace mucho, chicos, leí dos historias con las que he estado intrigado desde entonces. Es una lástima que no recuerde en qué libro las leí, ni cómo se llama uno de sus autores.
—¿Quién es el otro? —preguntó Esther.
—Isaac Asimov, y su relato se llama 'La bola de billar', pero no quiero hablar de él hoy —contestó el profesor. Y continuó—: El cuento del que les quiero hablar es sobre una manzana (siempre he pensado que se llama 'La manzana', pero no estoy seguro); no recuerdo quién es el autor, aunque cada vez que pienso en él me viene a la cabeza el nombre de Poul Anderson, por eso se lo atribuyo. Como ven, se trata de dos escritores de ciencia ficción, lo cual ya es una pista. He encontrado el cuento de Asimov en varias antologías, y también he hallado cuentos y novelas de Anderson, pero jamás he vuelto a dar con 'La manzana'. Buscar en los índices una historia sin conocer sus señales externas, el autor, el título, es frustrante —hizo una pausa y se giró a mirar el círculo trazado en la pizarra, como si temiera que ya no estuviera allí—. Aceptemos por comodidad que el cuento se llama 'La manzana' y que su autor es Poul Anderson; de todas formas eso no cambia nada la historia.
»Trata de una clase como esta, con pocos pero interesados alumnos. Una mañana, el maestro llega con la intención de hablar del tiempo y, en vez de dictarles a los alumnos aburridas parrafadas que hubieran pensado los filósofos a lo largo de la Historia, coloca una manzana sobre el escritorio. "¿Alguien puede definir el tiempo?", pregunta a sus alumnos, pero nadie se atreve a hablar porque se dan cuenta, mientras buscan una definición, de que poner en palabras el concepto no es tan fácil como en principio parecería. El maestro, que sabe esto, se adelanta y retoma la vieja idea de san Agustín que, como todos sabemos, define el tiempo con nocturna picardía, "si no me preguntan qué es el tiempo, lo sé; si me lo preguntan, dejo de saberlo", les recita y los alumnos sonríen con la sonrisa del que no sabe si ha entendido lo que le dicen.
—Serían muy jóvenes, ¿no? —apunta Walda.
—Como nosotros, joder —digo yo, y reímos todos.
—Si son tan jóvenes como tú, Paco, serán unas fieras —me murmura Federico por lo bajito y compartimos algo de complicidad lúbrica.
—En realidad da igual si son universitarios o niños —contesta el profesor—. Creo recordar que el cuento no lo dice, pero me figuro que se trata de un grupo de universitarios en los niveles más bajos. Si no, no me explico cómo pueden ignorar la cita de Agustín, aunque en estos tiempos eso no tendría nada de raro. Hace una pausa y su rostro nos contagia la desesperanza que destila. Yo pienso en que las universitarias siempre están muy buenas y ahuyento la tristeza recordando las tetas duras como mármol de las compañeras de mis hijos. El profesor retoma su tema:
—"Yo sé que el tiempo se puede doblar", les dice el maestro a sus alumnos, que lo miran intrigado. "El pasado, el presente y el futuro no son inmutables, se pueden cambiar de lugar, podemos jugar con el tiempo, ir hacia delante y hacia atrás, lo que sea. El tiempo es como un riel que se puede doblar sobre sí mismo. Siguiendo la línea del tiempo podemos regresar al punto de partida", afirma. Los alumnos preguntan cómo puede ser eso posible y si él tiene pruebas de lo que dice. "Sí", les contesta, "aquí mismo la tengo". El autor (Poul Anderson, supongo) hace una pausa en este punto para describir las miradas de los muchachos y alguna otra cosa que no recuerdo; también habla de que se acercaba el atardecer. Eso sí lo recuerdo porque dice textualmente del sol que va deslizándose poco a poco por la ventana. Me pareció curiosa la manera de explicar el fenómeno del atardecer, que el sol baje como una gota por la ventana. Si lo piensan un momento, es una frase difícil de imaginar. Claro que lo que quiere decir el autor es que se ve a través de la ventana que el sol va declinando. Pero la manera como lo dice evoca el amarillo con que se colorean las cosas antes de caer la noche. Estos detalles los conservo muy vivos, y quizá a alguno de ustedes le sea útil para su propio trabajo, pero también si alguna vez se topan con este cuento, para que me avisen.
»Luego de esa pausa descriptiva, el cuento continúa: "Esta tarde he traído la prueba", dice triunfante el maestro y saca de su bolsillo un pequeño artefacto esférico. Titilan unas luces azules por dentro y los alumnos lo observan fascinados. "Aunque les parezca increíble, esta es una máquina del tiempo", explica, "acaba de ser adquirida por el Consejo de Escuela para estas clases, y es la primera vez que un maestro la utiliza. Ustedes tendrán la suerte de ser testigos de los primeros experimentos temporales de la Humanidad. Y esta manzana nos servirá de conejillo de Indias". Pone en marcha el artefacto y coloca la fruta bajo la influencia del aparato. "Voy a mandar la manzana tres minutos al pasado a esa esquina del escritorio, a ver qué pasa". Ajusta los controles de la máquina del tiempo y, cuando activa el mecanismo, la manzana del pasado aparece en el extremo del escritorio mientras que la manzana del presente se mantiene en su lugar, aunque un poco desenfocada, como si la mirara un miope. Una vez que han transcurrido los tres minutos, la manzana del pasado desaparece y la del presente vuelve a adquirir sus propiedades. "Ahora la voy a enviar tres minutos al futuro, pero en ese otro extremo del escritorio", anuncia el maestro y repite los pasos, mientras sus alumnos contemplan el espectáculo estupefactos. Y de nuevo la manzana del presente pierde su nitidez para compartirla con su doble del futuro. Al finalizar los tres minutos, el maestro agarra la manzana del presente y la coloca en el mismo lugar donde está la manzana del futuro, y funden sus contornos recuperando la nitidez natural. "¿Por qué has hecho eso?", pregunta uno de los alumnos, y el maestro contesta que el pasado se disuelve a medida que se acerca el presente, y de la misma forma este debe disolverse en el futuro, pues así lo han establecido los teóricos. Por eso hay que colocarse en el lugar del futuro donde estemos predestinados a aparecer. "¿Y si no lo hacemos?", aventura uno de los chicos y el maestro lo mira con sorpresa.
El profesor se aproximó al círculo que había dibujado en la pizarra.
—Ahora es cuando entra en acción este dibujito. Pero no sé cómo. Lo mirábamos atentamente mientras refinaba el perfil rojo del círculo. Era una circunferencia perfecta. Se giró hacia nosotros, quizá a punto de gemir; me pareció distinguir en sus ojos el fuego previo de la locura, y sentí compasión por él. No sé si mis compañeros percibieron lo mismo que yo; me figuro que sí, que la experiencia no había pasado en vano, que sabemos cuándo alguien ha caído en el territorio insondable de la demencia. Un país hermoso, pero desolado. Pensé que el profesor había dedicado demasiados años a estudiar y, como todo lector de Cervantes sabe, a los que leen en exceso se les seca el cerebro. No pude evitar sentir una proximidad paternal; si hubiera estado a mi cargo, el profesor no estaría allí rogando con esos ojos perdidos, yo lo habría llevado donde unas putas riquísimas que le habrían quitado las preocupaciones con sus habilidades de la boca. Para romper el silencio pregunté:
—¿Y cómo termina el relato, maestro?
—Eso es lo malo, que no lo recuerdo. Ustedes pensarán que me he inventado todo esto para no dar clase hoy, pero juro que leí ese cuento cuando era casi un niño. Juro que su autor es Poul Anderson, que lo leí con diecisiete años en la Biblioteca Nacional de Caracas, pero por más que he buscado en esa y en otras bibliotecas del mundo, no he vuelto a encontrarlo. Pero, muchachos, créanme, yo lo he leído y no recuerdo el final, ¡no lo recuerdo!
—¡Tranquilo, te creemos, te creemos, no pasa nada! —dijo Esther riéndose, y creo que no se había dado cuenta de que el profesor hablaba con otro tono, con la voz más ronca quizá. Las llamas de sus ojos generaron en mí una gran compasión y con amor le aconsejé:
—Trata de recordar, maestro, tú tienes una gran memoria.
—¡No puedo, Paco! ¡Hace años que lo intento! ¡Y no puedo!
—¿Hay algo que podamos hacer por ti, entonces?
—Sí. Vamos a repetir ese experimento. Hoy voy a demostrar que el relato existe, por eso he traído la prueba —dijo y colocó sobre el escritorio un pequeño artefacto esférico, dentro del cual titilaban unas luces azules—. ¿Alguien tiene una manzana? —preguntó con la sonrisa trastornada y activó la máquina del tiempo.
El sol iba deslizándose poco a poco por la ventana, y su luz amarilla untaba el círculo rojo de la pizarra adulterando su nitidez, como si se duplicara con la turbulencia propia de los miopes; y yo pensé que iba siendo hora de que el oftalmólogo me revisara los ojos. La vista cansada. El tiempo perdido. La vida que no vuelve. El maestro sudaba, concentrado, tratando de enviarnos tres minutos al pasado mientras nosotros lo observábamos llenos de piedad y gran admiración: No cabe duda de que un buen maestro tiene siempre algo que enseñar a sus alumnos.
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