CON NOMBRE PROPIO: Susana M.Alcalde



El aroma de las castañas asadas (la magdalena de Proust)



El camino hacia el colegio era gris y aburrido: una “L” perfectamente definida (tres manzanas a la izquierda y luego seis a la derecha) desembocaba de frente en la gran verja de hierro que rodeaba edificios y zonas de recreo.

Así un día tras otro, semana tras semana, de cada uno de los trimestres que conformaban el curso. Un año y otro año y los siguientes.

Nueve manzanas de ida y nueve de vuelta jalonadas por portales de viviendas en el mejor de los casos. En el resto eran altos muros de ladrillo, sin ninguna abertura, que cercaban dos colegios, una iglesia, un noviciado y un hospital.

Ni una papelería con su escaparate lleno de plumas preciosas, tinteros, lápices y cuadernos, ni una siempre atractiva perfumería, ni una heladería habitada de colores y sabores, ni una floristería, ni una relojería, ni una zapatería, ni una tienda de regalos, ni de ropita infantil, ni uno de los muchísimos bares que animan otras zonas del barrio, ni siquiera un socorrido quiosco de revistas y prensa. ¡Nada! ¡Nada de nada! El camino hacia el colegio era un páramo seco, gris y aburridísimo desprovisto de cualquier nota de color o distracción.

El trayecto de vuelta era, como es fácil sospechar, exactamente el mismo pero recorrido a la inversa. Es decir, igual de insípido, gris, monótono y aburrido. Pero había una excepción. Una gloriosa, anhelada y felicísima excepción: el regreso a casa en la tarde de los viernes del invierno. En aquellas ocasiones me permitía un capricho, un lujo, una recompensa, que no me parecía justificado en el resto de la semana, ya que eso hubiera supuesto llegar a casa mucho más tarde: elegir un camino alternativo que, dando un amplísimo rodeo, atravesaba dos pequeñas plazas y recorría una gran vía del barrio, flanqueada por tiendas de todo tipo, con escaparates decorados con luz y objetos variados y con numerosos transeúntes y paseantes que la llenaban de vida. La primera de esas placitas era la de Chamberí y la segunda la glorieta del Pintor Sorolla, la que todos conocemos por Iglesia. Y tanto en la una como en la otra, apenas amenazaban los primeros fríos del otoño y hasta bien abandonado el invierno, sobre la espaciosa acera de uno de sus chaflanes aparecía una vieja castañera bajo un techado de lona que la aliviara de las horas de intemperie, pertrechada con todos sus aperos: una toquilla de lana, un gran mandil sobre la falda, un pañuelo anudado al cuello cubriéndole el cabello gris, un hornillo de brasas, un gran saco de castañas de donde ir sacando montoncitos de a poco para esparcirlos sobre la superficie de hierro perforado que cubría las brasas, una rasera para ir dando vuelta a las que ya se iban chamuscando por una de sus caras, y un montón de cucuruchos ya doblados con papel de periódicos viejos. El puesto de la castañera despedía un aroma a brasas y a castañas asadas que era perceptible desde mucho antes de llegar a la plaza. Y cuando te acercabas, lo inundaba todo. Aquel olor a castañas asadas, agradable para casi todo el mundo, para mí era mucho más. Era el olor del invierno, que siempre espero, que tanto me gusta y en el que me recreo; era el olor de las luces de la calle y de los escaparates de las tiendas del resto del paseo; era olor a viernes, a obligación terminada, a fin de semana; era olor a expectativas y a libertad. Era olor a felicidad.

Entonces me aproximaba hasta el puesto y permanecía junto a él unos instantes, sin dejar de inhalar y disfrutar aquel fantástico perfume, hasta que por fin me dirigía a la vieja para pedirle un cucurucho con media docena de castañas ardientes a cambio de unas pesetas. Y el resto del camino iba pelando y saboreando mi trofeo, mientras me tiznaba todos los dedos de negro, no muy deprisa, para que la dicha fuera más larga, ni muy despacio, para que no llegaran a perder su calor, y por tanto, gran parte de su encanto.

Supongo que durante el último trimestre del curso, también elegiría este mismo trayecto “de largo recorrido” para el regreso a casa de los viernes. Pero no soy capaz de recordarlos: no quedaron impregnados con el aroma de las castañas.


Susana M.Alcalde -






2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato lleno de tópicos...

Esperanza dijo...

Un relato muy evocador, con olor a invierno, que nos trae a la memoria la figura de las castañeras de antaño, que ponían calor en las gélidas calles de Madrid.