DESDE DENTRO DE TAF: CARMEN BARANDA




    LAS TRES ARRUGAS EN LA FRENTE DE DOÑA CASTA

 

Conocí a doña Casta en el pueblo de la abuela, era la vecina de enfrente, una mujer rápida y ligera como su nombre, que no se paraba a pensar en sus actos, los hacía de inmediato, según se le ocurrían.

Estaba casada con Hilario, un hombre bronco, ceñudo y hosco, tan adusto que jamás se le adivinó una galantería hacia mujer alguna, ni siquiera a la suya; tan seco, que las palabras más agradables y románticas que le dedicó en toda su vida fue cuando le pidió matrimonio:

—Te casarás conmigo —afirmó, sin esperar respuesta.

Doña Casta le vio tan varonil, tan recio, tan poderoso, que no le cupo ninguna duda, dijo sí con la cabeza y una semana más tarde estaban casados.

Ella se dedicó, como todas las mujeres del pueblo, a cocinar guisos y sopas, limpiar la casa, zurcir los calcetines de su esposo y remendar sus calzoncillos.

Los envites de Hilario le dieron cuatro hijos de los cuales gozó cuando crecieron, no antes de darlos a luz.

Vivía con ellos el padre de su marido, un hombre amargado seguramente por haber sido capaz de engendrar un ser tan zafio como su hijo. Jamás sonreía, ni siquiera cuando sus nietos le llamaron “lelo”.

Un lunes camino del lavadero, encontró a un forastero que le preguntó por qué tenía tres arrugas en la frente siendo tan joven. Se extrañó tanto de aquella pregunta, que dejó que el mismo forastero le respondiera, y lo hizo con tal delicadeza, que las arrugas de su frente desaparecieron, incluso asomó, por primera vez desde que fue adulta, una sonrisa en sus labios, un ardor en su cuerpo y algo así como una descarga eléctrica cuando el forastero terminó de responder a su propia pregunta.

Esa misma noche, preparó una sopa para cenar. Sirvió primero los platos de su esposo y su suegro, y luego el de los niños y el suyo propio.

—Está buena la sopa, sabe algo dulce —dijo Hilario halagando satisfecho, por primera vez en su vida, la comida de su esposa.

—Es verdad —convino su suegro.

Y así fue como doña Casta cambió de vida.

Al quedarse sola con sus hijos, tuvo que trabajar, y se dedicó a lavar la ropa de todos sus vecinos, yendo y viniendo a diario al lavadero, para que el forastero le quitara todas las arrugas de su cuerpo. 


Carmen Baranda

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