IÑAKI FERRERAS


IÑAKI FERRERAS ROBLES:  Es periodista especializado en los sectores audiovisual y telecomunicaciones con veinte años de experiencia. Actualmente, es responsable de comunicación del portal de internet Hispavista.com, corresponsal del portal RapidTVNews.com y se encarga de la sección de espectáculos de la revista "ARTE de VIVIR".
Como escritor, hace años ganó un premio de la Cadena SER para que se emitiera una radionovela de su autoría y más recientemente, se ha estrenado una obra teatral infantil, suya, en varios lugares de España, incluido Madrid.


A continuación podeis leer algunos de sus trabajos:
 
 
 
                    “El supermercado de la alegría”

A Vetusta en absoluto le apetecía trabajar los sábados. Eso le impedía reunirse con su novio y jugar al tute durante toda la tarde, en el bareto de la barriada, como había hecho cuando vivía en La Celsa. En realidad, la chica era una vaga redomada y en éste, su primer trabajo como cajera en El Supermercado de la Alegría, no creía que duraría demasiado. Además, ella misma reconocía que tenía la mano demasiado larga… Acabaría robando de la caja o directamente, del bolso de alguna “vieja pelleja”, como llamaba a las ancianas clientas del “súper” que portaban cachorros de coker en los brazos, como si de sus nietos que ya no las hacen ni caso se tratara. Seguro que pronto le pondrían de patitas en la calle.
Vetusta escupió el chicle a la cara de Eduwigis, su compañera de cajas, mientras un cliente metía los productos en las bolsas y otro se disponía a ponerlos en la cinta transportadora. Las compañeras siempre bromeaban. Pero ése no era el día de Edu, como coloquialmente la llamaban sus compañeros de trabajo. Esta, que, en ese momento, estaba sin hacer nada, miró a la otra con cara de iguana y la gritó “¡Hija de la gran lagarta! Los dos clientes que había miraron a las chicas con asombro, pero siguieron a lo suyo. Estaba claro que ninguna de ambas pertenecía a las clases cultas, por lo menos, a las medianamente alfabetizadas, a tenor de su tono, estilo y vocabulario. Pero ese pequeño detalle sociológico-educacional parecía no importar demasiado en El Supermercado de la Alegría. Baldomero, el encargado, era un ex presidiario de la cárcel de Carabanchel que, en los diez años que pasó en chirona, no leyó ni escribió ni una sola línea, ni siquiera los mensajes de las paredes de los retretes. Cuca, la reponedora de los productos, era analfabeta y sufría de dislexia. Y Chorba, la mujer de la limpieza, era la hija bastarda de un matrimonio gitano, de ésos que viven de azuzar a la cabra para que dé vueltas sobre un taburete, en medio de la vía pública.
De pronto, Vetusta preguntó a Eduwigis por qué estaba enfadada y ésta volvió a gritarla con más mala leche y la garganta desgañitada.
- ¡No ves que estoy de ocho meses y mi marido me la sigue hincando..!
Fruto del alarido que pegó la preñada, Vetusta se agachó avergonzada, como para recoger algo del suelo. Se trataba del chicle, que se le había caído al abrir la boca de la impresión del grito de su enfurecida compañera. Esta se lo volvió a introducir en la boca llena de caries pero, antes, hizo un gran globo que explotó sin darse cuenta en la cara de una clienta muy gorda que se disponía a pagarle la compra. Vetusta ya estaba tan nerviosa que, en vez de disculparse, soltó a la clienta obesa: “¡¿Qué pasa, foca?!”. La gorda le arreó tal bofetón que la cajera cayó de su silla para ir a parar a la papelera. Eduwigis rugió de risa y, al instante, apareció Baldomero a pedir explicaciones. Al fondo, se encontraba Cuca, reponiendo botes de chorizos encallados, y Chorba, barriendo, a menos veinte por hora, el excremento de uno de los canes de las viejecitas que diariamente compran en El Supermercado de la Alegría.
Pero, por fin, de hizo la calma. Demasiada tranquilidad en un lugar donde, normalmente, no deja de entrar y salir gente de todo tipo y condición y algún que otro yonki muy deslavazado cayendo babas. Esto fue lo que pensó Vetusta mirándose al espejo de los congelados y atusándose las greñas teñidas de verde con un cepillo que había devuelto una joven estudiante porque no le llegaba el suficiente dinero para pagarlo. “¡Claro- espetó Chorba, reclinándose sobre las latas de alcachofas y volcando el estante, al perder el equilibrio- hoy es el día en que el señor obispo visita las zonas deprimidas de la ciudad. Seguro que se pasa por aquí para comprar algo barato y regalárselo a los pobres, a los de nuestra calaña”, Cuca acudió presurosa a recoger las latas esparcidas por el suelo. Baldomero, por su parte, regañó a Chorba y, como castigo, le impuso arrodillarse durante cinco minutos frente a la estantería de compresas y pañales, precisamente a ella, que sufría de unos periodos muy dolorosos, durante toda una semana al mes. Pero como era un tanto retrasada mental, este tipo de penitencias le venían a perilla, como si de una niña pequeña se tratase. Ya se lo había dicho el psicólogo a sus padres y, a su vez, éstos a Baldomero, quien, el tiempo que la muchacha se hacía cargo de la limpieza del “súper”, ejercía de su tutor.
Cinco minutos más tarde, varios coches negros y muy largos aparcaron como pudieron enfrente de El Supermercado de la Alegría. De uno de ellos descendió una figura alta y estilizada, la viva imagen de un enfermo de lepra, pensó Vetusta al verla. Era Monseñor Ruiseñor, un semi-eunuco y antigua prima dona en la Opera de París, que tenía más pluma que todos los edredones nórdicos de Ikea juntos. Monseñor Ruiseñor explicó al personal del “súper” que había ido a comprar cosas para el orfanato del barrio y Vetusta y Eduwigis le reverenciaron agachando sendas cabezas una y otra vez. El obispo, muy amaneradamente, miró a las muchachas con un desprecio infinito, como queriendo escapar lo antes posible de aquel tugurio. A las cajeras el obispo tampoco les resultó nada simpático. Ambas se miraron y le hicieron muecas por la espalda.
No había ningún otro cliente salvo el prelado en El Supermercado de la Alegría. El era el único. En la calle, cinco guardaespaldas se aseguraban de que ninguna otra persona entrara, mientras Monseñor hacía la caritativa compra. De modo que, en poco tiempo, acabó formándose una gran cola de viejas, yonkis, indigentes y algún que otro pintor hippy de tres al cuarto, todos para ver el espectáculo del obispo comprando en el “cutre-mercado”.
Cuando monseñor finalizó de cargar el carrito de la compra, se acercó a Vetusta. Eduwigis respiró con alivio porque no le apetecía nada tratar con el prelado: le consideraba un personaje despreciable e hipócrita y un estafador de las clases menos favorecidas.
Vetusta observó con sorpresa que, en vez de llevar todo lo necesario para que los niños del orfanato continuaran viviendo (comida, productos de limpieza, enseres, en general), Monseñor Ruiseñor cargaba con perfumes, tintes para el cabello y una buena dosis de cajas de preservativos. En su interior, la joven cajera pensó “Así que se supone que este maricón con sotana viene a ayudar a los pobres y lo que hace es gastarse el dinero de los parroquianos en basura para sus disfraces de travestón…” Eduwigis pensó algo similar. Vetusta, sin poder contener la ira, se levantó de su asiento, puso las manos en las caderas a modo de jarras, se irguió todo lo que pudo y con las venas del cuello bien marcadas, gritó al obispo a la jeta:
- ¡Devuelva usted todo eso a los estantes! ¡Ahora mismo, cacho cerdo!
Monseñor Ruiseñor no daba crédito a lo que había oído. Con cara de asombro y un enfado evidente, continuó esperando a que la cajera le cobrara sin decir nada. Vetusta, sin cortarse un pelo, se dio la vuelta y comenzó a ponerle verde con Eduwigis. Esta, animada por su compañera, salió de su sitio volando y se puso enfrente del obispo: era una chica pequeña, de un 1,50 metros de altura- pero tenía los ovarios bien puestos.
- ¿Es que no ha oído a mi compañera, cojones? ¡Devuelva todo eso a su sitio y salga de aquí inmediatamente, profanador de infantes!
El obispo comenzó a alucinar. Con actitud estirada y alzando la mano como quien no se entera de nada, chisqueó los dedos y, al momento, aparecieron sus cinco guardaespaldas para cerrar la boca a las cajeras. En ese instante, la gente que hacía cola en la calle para ver el espectáculo se avalanzó sobre la entrada, harta de esperar, y tumbó al suelo a los guardianes de la Iglesia. Monseñor Ruiseñor seguía de pie como la torre de una catedral después de una guerra y no se inmutó, pero al ver que no dejaba de entrar chusma, y lo que era peor, con ganas de bronca, comenzó a propinar guantazos a todo el mundo, por la derecha y por la izquierda, muy amaneradamente. Las dos cajeras, por su parte, empezaron a tirar botes de lo que fuera al obispo y a sus guardianes y Baldomero, Cuca y Chorba las ayudaban, movidas por un hondo sentimiento de solidaridad.
Aquello parecía la Batalla de San Quintín. Obispo y guardianes, por un lado, y empleados del supermercado y pueblo llano por otro, tirándose botes y productos sin cesar. Monseñor Ruiseñor tuvo que salir corriendo como pudo y con toda la sotana raída. Al cruzar la puerta que daba a la calle, tropezó con una fiambrera de callos cocidos, cayó al suelo y todo el contenido le fue a parar a la cara. Un caniche que por allí pasaba de casualidad, al ver la caída del prelado, perdió los nervios del susto y comenzó a morderle la cabeza. Vetusta y Eduwigis finalizaron la contienda con varias magulladuras y sus respectivas batas llenas de comida precocinada pero, por otro lado, harto orgullosas de su hazaña. Los guardaespaldas salieron del local con la cabeza gacha. Y Baldomero, Cuca y Chorba yacían en el nevera de los congelados con las piernas colgando por el borde y, a pesar de todo, muertos de risa.
Monseñor Ruiseñor se prometió profundamente a sí mismo que nunca más en su santa vida volvería a pisar las barriadas pobres porque no le traían más que complicaciones. “¡Jo!”, gritó como una niña pija del barrio de Salamanta, introduciendo en su boquita de piñón un chicle de menta “double gum” para refrescarse de los moratones…


 

"EL ABANDONO"


   Albertina estaba sentada frente al televisor con frío y tiritando. Su cara se reflejaba en la pantalla, por la que no dejaban de desfilar los personajes de sus dibujos animados preferidos. Pero las imágenes estaban borrosas. Borrosas por el reflejo de las lágrimas que corrían por su carita de calabaza anaranjada. Era la noche de las brujas, esa noche misteriosa de los muertos vivientes. La habitación estaba oscura. Tan sólo la luz de los rayos catódicos la iluminaba tenuemente con rápidas señales de diferentes tonos, encendidos y apagados, que hacían que el lugar pareciese una nave del espacio. La niña comenzó a abrir los envoltorios de las cajas de los regalos que le habían hecho sus familiares y vecinos. Este año, se habían portado bien: una muñeca repollo; varios juguetes y tres cajas de bombones. Por su cabeza pasaron los días que disfrutó con sus padres, hace tres años, en la playa. Fueron unas vacaciones maravillosas, llenas de arena y agua salada y de postres dulces a todas horas. El ser hija única tenía sus ventajas. También recibió una tarta de plástico. ¿Para qué? ¿Quizás, para meterla de tapadillo en el horno de su tía Agripina de modo que se diese por aludida y nunca más volviese a hacer esos horrendos pasteles siempre quemados? También pensó en las reuniones con las amistades de sus padres. Su madre era una buena relaciones públicas y su padre, aunque no tan sociable, casi siempre bebía más de la cuenta y comenzaba a contar chistes verdes, que a todos ponían la cara colorada.
   Otro de los regalos de Albertina fue un bloc de colorines para hacer los malditos y odiosos deberes. ¿Por qué sus amigos del colegio eran tan envidiosos? No es que ella fuese una niña rica, pero su mamá la vestía con las mejores ropas y a los niños de ahora les encantan las marcas y si no las tienen, se agarran enormes rabietas y envidias.
   ¿Y un cuchillo de monte?¡Hija, ni que fuese cazadora..! ¿Cazadora de qué? De propinas los domingos o, en todo caso, de moscas o mariposas. ¿Pero qué podía hacer ella con un pequeño cuchillo montañés? Quizás, asesinar a su amiguita Paz, a la que, en su fuero interno, odiaba más que a nadie por lo repipi que era y por todos los sobresalientes que sacaba en las evaluaciones.
   La niña acarició el cuchillo con su mano derecha, sobando su filo en la palma de la mano. Sus ojos estaban abiertos y no se despegaban de los dibujos animados. Miraba pero no veía. Respiraba pero no sentía. Rumiaba pero no podía gritar, aunque hubiese preferido gemir como un gato al que le acabaran de pisar la cola o como una rata de laboratorio a la que se la hubiesen arrancado de cuajo. Las cuencas de sus ojos cada vez estaban más rojas y las lágrimas ahora se asemejaban a los goterones de una vieja casa de pueblo. Estaba inmovilizada y empezó a sudar. El trajecito corto, rosa con lacitos de camesú se empapó por momentos y el sudor se le comenzó a quedar pegado en la espalda.
   Dieron las doce en el reloj de arena. Desde muy pequeña, la niña había aprendido a leerlo y siempre acertaba la hora. Además, tenía una telepatía especial para ciertas cosas, sobre todo, para las que se salían de la normalidad, como cuando, media hora antes, su papá había subido por las escaleras de la casa sin hacer ruido por miedo a despertarla pero ella sabía que llegaba de vuelta. Y como cuando él, totalmente desesperado, la gritó que su mamá acababa de morir en un accidente y como cuando, entre temblores angustiosos, el padre se desmayó en medio del salón entre sollozos entrecortados.
   Con aires de hada madrina y un rictus religioso en su expresión, Albertina se levantó. Sus pasos chapotearon en las lágrimas caídas en el suelo. Se agachó. Con un dedo chupó el rojo y espeso líquido proveniente de las entrañas de su progenitor y se relamió. Continuó andando levitantemente y pisó el cuerpo tendido con los brazos en cruz. Se sentía tremendamente sola pero dejó de llorar. Se dirigió hacia el cuarto de baño. Se quitó el vestido y sus pequeñas y enjutas carnes resplandecieron en la penumbra. Abrió el cajón del armarito debajo del lavabo y cogió una caja de pastillas para dormir. De su estómago salió con la fuerza de un huracán un grito aterrador.
- ¡Dios mío, no lo quise hacer pero no lo puede evitar. El diablo me puede!
   Y se tragó el bote completo de píldoras. Esa noche, la estrella Polar lució más brillante que nunca.

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"LA PELUQUERIA DE LA ALEGRIA"

 
    Cuando la peluquera moderna vio entrar al chico gay, su cuerpo se estremeció, todos los pelillos de sus brazos y piernas se pusieron de punta, el carmín de los labios se deshizo, el rimmel de los ojos se corrió y las bragas se le humedecieron. A la peluquera moderna le iban los gays. El chico, un metro ochenta, buen paquete, ojos marrones pero con lentillas azules, muñequera de cuero, tupé a lo Elvis y culo a lo Pato Donald se sentó en una silla a esperar su turno. Abrió las piernas con actitud provocadora y dejó al alcance de todos los ojillos del lugar ese pedazo de carne entre los calzoncillos y el vaquero, que recordaba a un guante de boxeo de Po1i Díaz. Todas las miradas de los clientes se dirigieron a ese punto. El chico gay se dio cuenta y les miró como diciendo "Aquí está mi obra de arte. Admiradla pero no desgastadla." La peluquera moderna le dio vez enseguida. Terminó de arreglar la permanente a una viejecita teñida de violeta y un tanto tecno, aunque, nerviosa como estaba ante la tarea que se le venía encima, metió un esquilón en la nuca de la vieja. Esta gritó, no sabemos si ante la imagen del chico gay morboso a través del espejo o ante el pespunte de las tijeras y la peluquera moderna, ni corta ni perezosa, le dijo enfadada: "Oiga, señora, usted atenta a lo que tiene que estar, que ya no está para sofocos de este tipo" La viejecita movió la cabeza en signo de resignación, se levantó y se fue babeando “¡Estas viejas a la última...!”, pensó él.

   En la Peluquería de la Alegría, todo el mundo era moderno La peluquera, por supuesto, los clientes, los perros que entraban haciéndoles compañía, todos llevaban trajecito de perlán ,con moñitos atados con lazos de seda y unos zapatitos de lana virgen que para sí quisieran muchos niños del colegio. También la decoración era moderna: espejos modernistas, sillones de cuero negro tratado, muebles provenzales de color naranja v lámparas esféricas con cristalitos cuadrados a modo de las "boites" de los años setenta. Esta era una nota kitsch que la dueña del local se había permitido en recuerdo de sus años mozos.

   El chico gay se sentó para cortarse el pelo. La peluquera moderna se le acercó golosa y con pasitos diminutos v le preguntó en tono insinuante: "¿ Cuál es el corte que más te gusta, hermoso?" Él, que tenía mucha cara, respondió: "El que tienes entre las piernas, putona."

   En ese momento, la peluquera moderna sintió un liquido caliente bajar entre sus muslos y, sin vergüenza alguna, cogió la toalla que había puesto en los hombros del chico gay y se secó la entrepierna. Él le miró con asco y dos punkies que estaban esperando sentadas con desgana comenzaron a reírse como descosidas.
—¡Pero qué cerda es la tía! —dijo una.
—¡Joder, yo quiero chupar un poco! —señaló la otra.
—¡Ja, ja. ja! —rieron las dos como histéricas

   La peluquera moderna comenzó a cortar el pelo del chico gay con cuidado. Él miraba a través del espejo, la peluquera tenía cada vez más ganas de tirárselo, pero el chico no se inmutaba. Comenzó a ponerse roja. Sus labios, carnosos; su piel, sensible como una perra madura; sus ojos, abiertos al cien por cien, y el chico gay, seguía inerte. Él sólo había ido a cortarse el pelo, y además, era gay. La peluquera no aguantó más y le espetó sin prejuicios: "Vamos a ver, ¿tú eres o no marica?  porque lo seas o no, yo te quiero follar."

   Las punkies volvieron a gritar como despavoridas. Se levantaron y, viendo el cachondeo que se había formado en la Peluquería de la Alegría, comenzaron a saltar de un lado para otro. A la peluquera moderna esto no le importó. Sólo deseaba follar con el chico gay, a quien tantas otras veces, había cortado el pelo. No podía más. De repente, en un alarde de desesperación, y enfrente del chico, que seguía sin moverse y se miraba al espejo pensando: "¡Cojones, qué guapo soy!", se quitó la falda, se rasgó las bragas húmedas y comenzó a masturbarse. Luego, con la lengua fuera y las patas abiertas, intentó bajarle la bragueta. Pero el chico, harto ya de tanto paripé, le espetó un empujón con bastante pluma, algo sorprendente en él, que parecía bastante macho... La peluquera moderna perdió el equilibrio, dejó caer las tijeras al suelo, resbaló con su propio flujo y se derrumbó al suelo sin gritar. Las punkies seguían rebuznando y berreando como poseídas por el diablo. El chico gay se frotó el paquete, se olió la mano con regusto marrano, se atusó el tupé, se levantó con un aire de suficiencia y se marchó tal y como había llegado. Atrás, quedó el cuerpo de la peluquera, lleno de sangre. Una de las punkies, muerta de risa, le preguntó con cinismo a la peluquera, que yacía retorcida en el suelo: "¿Por qué no me lo cortas a mí ahora, cacho perra..?” La otra respondió con el mismo tono de voz y arrascándose la media ya rota: "Porque no puede. ¿No ves que está KO, coño?"
Y se murió.
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         “NO PUEDO MÁS”


   Camino Sexto estaba preparándose para una sexta operación de cirugía estética, en su sexto piso del nº 6 de la calle Capilla Sixtina de Madrid, cuando sonó uno de sus seis teléfonos de sus otras tantas habitaciones de su casa. Le quedaba por ponerse el foulard y frunció el ceño con desgana porque se dio cuenta en su reloj de que faltaban seis minutos para las seis de la tarde y no sabía si llegaría a tiempo a la cita con su cirujano Sixto porque les separaban seis kilómetros de distancia. Al fruncir el ceño, se percató de que la mejilla izquierda acusaba una flacidez inusual. El teléfono seguía sonando pero él lo hizo esperar y se miró con pavor en el espejo, dejando suavemente el pañuelo en el sofá de dibujos apanterados. Al ver la mejilla un tanto descolocada, pegó un grito tipo “Jesucristo Superstar” y el espejo se hizo añicos en seis trozos. No sólo tendría que operarse de la papada y de las seis incipientes arrugas frontales –sin hablar siquiera de esa flácida piel del abdomen, que ya le impedía vestir la tan famosa talla 26 de pantalón-, sino también de los pómulos: tendría que reafirmarlos puesto que ya hacía seis años que el bisturí no les metía mano.

   El maldito teléfono ya había sonado seis por seis veces y Camino seguía haciéndole caso omiso. Con cara pavorosa se aprestó a envolver el cuello de garza con el pañuelo sedoso y se calzó las botas con alzas interiores, que le hacían parecer seis centímetros más alto. Llamaron a la puerta. Miró por una de las seis mirillas. Se trataba de su vecina, a quien el continuo timbrear le había desconcentrado de la “siexta”. Pero Camino aún no estaba listo para mostrarse ante el mundo tal y cómo el necesitaba: absolutamente perfecto, sin un atisbo de defecto físico y con una imagen de divo, como todo el mundo le recordaba, tanto en público, como en privado, delante de sus seis amigos íntimos y de sus otros tantos amantes (todos ellos ya defenestrados).


   Camino volvió a retocarse el cutis frente al espejo del pasillo y el teléfono seguía activo. Ya había sonado 66 veces pero él parecía no oírlo. En el fondo, intuía de quién se trataba y le daba pavor cogerlo. Sabía que sonaría ese día, a esa hora y no se había preparado para responder. La vecina retornó. Ya eran las 6’6 y la ex “estrella”, a pesar de saber que llegaría tarde a la cita con su cirujano, seguía magnéticamente paralizado, mirándose en el espejo. Ya se había retocado el aspecto de la parte superior facial seis veces y el teléfono había sonado 666 veces. Por fin, percatándose a través de una de sus seis mirillas de que frente a ella, en el pasillo del portal, había seis vecinos protestando por el continuo y estridente “ring, ring” -sabían a ciencia cierta que se encontraba dentro y pensaban que le había dado uno de esos seis bajones depresivos que le daban cada seis días), se dirigió muy digno hacia el aparato y lo cogió con los cinco dedos de una mano y uno de la otra. ¡Horror! Inesperadamente, se trataba del director de cine Igmmar Bergmann, quien, desde hace tiempo, había buscado su teléfono para contactarle y proponerle comprar los derechos de su famoso tema “Fresas salvajes” de la década de los setenta para la banda sonora de la segunda parte de la película del mismo nombre, que estaba preparando a modo de epílogo de su dilatada carrera profesional.

   Camino decidió cancelar la cita con su cirujano plástico y escuchar la propuesta del maestro del Séptimo Arte. Al fin y al cabo, en su época dorada, solamente había recibido propuestas de directores de segunda, tipo Mariano Ozores, y eso le había ofendido tan profundamente, que decidió que nunca se dedicaría al celuloide. El maestro Bergman hablaba en inglés con fuerte acento sueco, por lo que a Camino se le hacía muy complicado entenderle. Al mismo tiempo, se sentía halagado de que semejante talento internacionalmente reconocido hubiese pensado en él. Pero la cosa comenzó a ponerse fea: Camino no entendía nada de lo que el director le decía. Este cada vez hablaba más deprisa y el cantante, después de hacer seis amagos de dejarle plantado colgando, volvió a mirarse al espejo y seguidamente, miró su reloj con seis tics nerviosos porque se daba cuenta de que tenía que haberse marchado a la cita con el cirujano, en vez de atender el teléfono.

   “Yes, yes, yes, yes, yes, yes”, y seis veces “yes” repitió Camino Sexto, sin prestar atención a la charla de Igmar Bergman. Después de la última afirmación, y posteriormente a haberse mirado los pliegues de la papada 66 veces, en el espejo exagonal, Camino colgó de golpe y dejó al director con seis palabras en la boca. “Si ese existencialista depresivo quiere negociar con la mayor ‘estrella’ latina de la canción, que insista”, se dijo entre dientes, ajustándose con fuerza el nudo del foulard al cuello, cerrando la puerta de golpe y bajando las escaleras de su sexto piso a galope, pues los seis ascensores estaban estropeados.

   Seis semanas después, Camino Sexto se despertó a las seis de la madrugada con 36º de fiebre. También tenía la tensión seis puntos por debajo de lo normal. El termómetro en las ingles –la parte de su cuerpo donde siempre le daba placer tomarse la temperatura- no engañaba. Se levantó, fue a la cocina a tomar una aspirina y volvió a recostarse. Al cabo de un rato, y con sumo cuidado, se desprendió del pijama color burdeos, regalo de cumpleaños hace tiempo de sus seis amigos íntimos ya muertos, y se sitúo frente a uno de sus seis espejos. Tomó un cuchillo carnicero, se hizo un corte en el párpado izquierdo tal que parecía la imagen mítica de la película “Un perro andaluz”, de Buñuel, cantó a gritos desgarradores “Al-go de mí se es-tá mu-rien-do…” y saltó por la ventana del water para caer desplomado encima del tubo del aire acondicionado del patio de su particular casa.


Iñaki Ferreras





















7 comentarios:

PILARA dijo...

Bienvenido al blog, ¡y por todo lo alto!, compartiendo diversos e interesantes trabajos, aunque te noto algo tétrico. No dejas uno sano.

Anónimo dijo...

Hola:

Soy el Director del Departamento de Guiones de la productora El Deseo, de Pedro Almodóvar. He leído algunos de los relatos de Iñaki Ferreras y me gustaría contactar con él para una posible colaboración. Me ha encantado su estilo desenfadado y fresco.
¿Cómo podria contactar con él..?

Gracias y felicidades por la web.

Anónimo dijo...

Hola:

Soy el Director de Guiones de la productora El Deseo, de Pedro Almodóvar. He leído los relatos de Iñaki Ferreras y me encanta su estilo fresco y desenfadado. ¿Cómo podría contactar con él para una posible colaboración?

Gracias y felicidades por la web.

Anónimo dijo...

Soy el Director del Dpto. de Guiones de la productora El Deseo y me gustaría contactar con Iñaki Ferreras: sus relatos son muy frescos, originales y llenos de humor ácido. Me gustaría conocer la forma de contactar con él para una posible colaboración.
Gracias

Anónimo dijo...

Algunos de los relatos de Iñaki Ferreras me hacen reir a espuertas, como el de Camino Sexto, muy ocurrente aunque con un final precipitado. "El supermercado de la alegria" es un chorreo de surrealismo irónico, muy al estilo del Almodóvar de sus primeros años.

Anónimo dijo...

Iñaki tiene un estilo desenfadado y fresco aunque, quizás, un poco alocado. Pero es muy divertido.

Anónimo dijo...

Es muy previsible lo que escribe.