CON NOMBRE PROPIO "Andrés Portillo"


Ya está en máquinas la primera novela de Andrés Portillo “Encanto y desencanto de un hombre sin gracia”  que saldrá en breve a la luz con el sello de la editorial segoviana Isla del Naufrago.
Este es el primer capítulo de esa historia de pasiones y carencias, de mezquindades, de miedos…
Agradecemos a Andrés la primicia de estas primeras líneas que, indudablemente, prometen, y ya estamos deseando asistir a su presentación y seguir leyendo las aventuras de Camilo y Paula.

 Encanto y desencanto  
de un hombre sin gracia

1
 
Por aquel entonces, yo era un hombre gris y sin gracia. Sin embargo, inesperadamente, la chica más guapa del baile se fijó en mí. Fue la pasada primavera, en el “Femme Fatale”, un club decadente del centro de Madrid. Un tugurio para náufragos curtidos, de los que buscan desesperados un último salvavidas al que poder agarrarse. Paula era diferente, luminosa, el faro que alumbraba a los derrotados en la batalla.
Solía acudir al antro cuando necesitaba mejorar mi autoestima; al lado de toda esa gente decrépita, incluso yo resultaba ser un cuarentón bastante presentable. Me gustaba el taburete que había en la esquina más oscura de la barra, el mirador perfecto para un tímido curioso. Ese día también estaba vacío. Me senté y pedí una tónica con mucho hielo. No porque me entusiasmaran las bebidas amargas, sino porque entonces había decidido no probar el alcohol durante un tiempo; mamá se disgustaba mucho cuando llegaba a casa con alguna copa de más y eso me creaba mala conciencia.
Era la primera vez que veía a Paula por el “Femme Fatale”. En realidad, nunca había visto por allí a una mujer que bajase de los cincuenta. Ella aparentaba tener poco más de veinte años. No era excesivamente alta. Vestía ropa informal, que contrastaba con la pretendida sofisticación de las otras, y el pelo le rozaba con sus puntas la cintura. La piel, delicadamente blanca, borraba toda sospecha de que el rubio de sus ondas se debiera a un tinte tramposo. Los pantalones ceñidos y una blusa translúcida avisaban de la presencia de un cuerpo rotundo. Pero, lo que más llamó mi atención, lo que me prendó, fueron sus labios: hidratados y carnosos, para aliviar penas, labios que desentonaban en medio de todas las bocas estériles que mendigaban por el local.
La descubrí asediada por un trasnochado que se afanaba en un galanteo patético. Ella tomaba pequeños sorbos de una bebida de color rojo, mientras buscaba por encima del hombro la excusa perfecta para dejarle plantado. Fue entonces cuando cruzamos las miradas. Paula clavó sus pestañas en mis ojos para pedir auxilio. Yo, como un perfecto cobarde, desvíe la mirada y me lavé las manos con el agua que sudaba mi vaso de refresco. Cuando volví a bajarla, vi que ella se acercaba sin dejar de mirarme, con descaro. Quise marcharme, escurrirme entre la gente para esquivar el encuentro; pero no pude, siempre que se avecinaba un contacto imprevisto con alguien del otro sexo, las piernas me blandeaban como las de un chiquillo asustado.
– ¿Me invitas a una copa? – me preguntó ya con su boca pegada a mi oído.
Fui incapaz de pronunciar una sola palabra y me limité a alzar las cejas y a mover el cuello para afirmar por tres veces. No soy alto, ni bajo, ni feo, ni guapo, ni gordo, ni flaco; ni siquiera uso gafas. Sólo soy un hombre del montón, un tipo mediocre, de los que pasan desapercibidos en bodas y funerales, de los que nunca salen en la foto, un hombre sin encanto. Sin embargo esa noche, contra todo pronóstico, una chica preciosa se sentaba a mi lado con la aparente intención, al menos, de compartir charla, algo que en un principio me resultó sorprendente.
Paula le mostró al camarero su vaso vacío y pidió que le trajera otro Bloody Mary. Yo levanté un par de dedos temblorosos para pedir uno más, seguro de que un poco de alcohol ayudaría a templarme. La chica giró la cabeza hacia la pista de baile. Allí, dos señoras algo más que maduras agitaban sus arrugas al ritmo de una música cargante. Al lado de ellas, un par de vejestorios peinados a lo Fred Astaire se preparaban para el ataque. Entonces aproveché el momento para observar mejor a la chica luminosa, para intentar descubrir por qué ese ángel me había elegido a mí y no a cualquier otro para salvarle la noche.
– Pobres, si las vieran sus nietos... – comentó ella sin volverse.
Yo estaba paralizado, con un nudo en la garganta, por ello, cuando el camarero trajo las bebidas, agarré la que tenía más cerca y me bebí la mitad de un solo trago. Sólo entonces pude hacer la pregunta absurda:
–¿Vienes mucho por aquí?
Ella me miró como quien mira a un pajarito que se acaba de caer del nido, sonrió y me pellizcó la barbilla.
– Qué rico eres, tienes cara de niño bueno. Anda, acábate eso y me acompañas a tomar el aire.
Paula se levantó y me cogió de la mano. Sentí una convulsión, y un hilito del combinado que apuraba con ansia se escurrió por los bordes de mi boca. Me limpié con una servilleta de papel que conseguí alcanzar de la barra y, con la mirada clavada en los bolsillos de su pantalón vaquero, la seguí hasta la puerta. Ya en la calle me desenganchó de sus dedos, apoyó levemente sus hombros sobre el mármol de la boîte y encendió un cigarrillo. Con la primera bocanada me llenó la cara de humo.
– Me llamo Paula, ¿y tú?
– Camilo, Camilo Fernández, bueno…, para ti sólo Camilo – respondí tras carraspear torpemente.
Paula se incorporó para darme dos besos mientras me rodeaba el cuello con el brazo que le quedaba libre. Cuando me soltó sonreí, crucé las manos por detrás y, para ocultar el desasosiego, puse la mirada en el luminoso de la tienda de lencería que había en la esquina, apenas unos metros más allá.
– ¿Qué pasa, no me digas que ya estás pensando en regalarme un picardías? – me preguntó con descaro.
­ – No, qué va. Bueno, sí. Bueno, no sé. No miraba por eso, es que... – me atraganté y no pude continuar.
Paula me acarició el pelo como quien trata de reconfortar a su mascota. Terminó de fumarse el cigarrillo y sugirió que fuéramos a tomar algo a un sitio más tranquilo. Sin esperar respuesta, comenzó a caminar calle arriba moviendo sutilmente las caderas. Dudé por un instante, no estaba seguro de si seguirla era lo más adecuado. Eran casi las dos de la mañana y quería regresar pronto a casa para que mamá pudiera dormir tranquila; pero el cóctel comenzaba a embotarme la cabeza y la chica me gustaba mucho, muchísimo. Así que no me resistí y caminé a su lado como un perrito dócil.
Entramos en un bar de estilo inglés que quedaba cerca, tan sólo a un par de manzanas, como mucho a tres. El sitio estaba poco concurrido: cuatro chicos, casi adolescentes, jugaban a los dardos en una máquina electrónica que lanzaba destellos de colores. Una pareja se besaba con entusiasmo sobre uno de los sofás pareados que rodeaban la barra. Un hombre de mediana edad y aires marineros apuraba un vaso de licor con la mirada encallada en el mar de las paredes. El camarero dejó de leer un periódico bastante manoseado y nos preguntó qué queríamos tomar. Paula eligió por los dos:
­ – Dos güisquis, sin hielo y sin agua. En vaso ancho, por favor.
Intenté protestar, un güisqui después de un cóctel, tras varias semanas sin probar el alcohol, no podía sentarme demasiado bien, pero Paula me tapó la boca con su dedo índice para impedir que hablara.
– ¡Phsss! No te preocupes, si te mareas, yo te reanimo.
No supe qué decir, por ello me limité a devolverle la mueca con torpeza y me agarré a mi vaso como un pulpo asustado.
En el rato que tardamos en tomarnos tres copas, Paula me contó a modo de resumen buena parte de su aún corta historia. Así supe que la chica de los labios carnosos tenía veintitrés primaveras, recién cumplidas. Que a los diecisiete años, se fue de casa porque no aguantaba las borracheras de su padre ni los llantos dóciles de su madre. Que trabajaba en una tienda de ropa cara de uno de los barrios más ostentosos de Madrid. Que cobraba una miseria y compartía un piso minúsculo con su novio de toda la vida. También me dijo que Marco – así se llamaba el chico – era un niñato malcriado que desde hacía algún tiempo tonteaba con todo tipo de drogas. Paula me confesó que ella buscaba otra cosa. Que lo que de verdad necesitaba era un hombre que la protegiera y la mimara, un hombre trabajador, que tuviera ambiciones, al que le gustara ir al cine, viajar, la música y tener muchos hijos; en definitiva, un hombre de verdad.
Mientras, yo bebía de forma compulsiva para desinhibirme, para responder, sin que me ahogaran los nervios, a las preguntas con las que a veces Paula rompía el hilo de su monólogo. Así me inventé que trabajaba de economista en una empresa de seguros desde que terminé la carrera. Que adoraba mi oficio y aspiraba a ser alguien importante dentro de la empresa. Que el cine era el mejor invento de la humanidad. Que me encantaba viajar. Que no podría concebir una vida sin música. Y que, por supuesto, me gustaría tener hijos, muchos hijos, un equipo de fútbol, o mejor un ejército.
Los labios de Paula y el alcohol hicieron que asumiera con facilidad el papel de “Hombre de sus Sueños” y olvidara que, a mis cuarenta, aún vivía con mamá porque tenía miedo a independizarme. Que jamás había tenido novia. Que era un triste chupatintas de los que se ganan la vida archivando papeles. Que también a mí me pagaban una miseria. Que no tenía aficiones de ningún tipo. Que disponía del mismo oído musical que un canto rodado. Y que, dada la atrofia por desuso que sufría mi pene, dudaba mucho de que pudiera engendrar un retoño si algún día se presentaba la ocasión.
Sin que nos diéramos cuenta, el bar se fue quedando vacío. Eran casi las tres de la mañana y el camarero apresuró nuestra despedida sin muchos miramientos. Apagó la música y bajó el cierre de la entrada hasta media altura. Paula me hizo un gesto para que liquidara la cuenta. Saqué un billete del monedero y lo extendí sobre el mostrador. Esperamos a que el camarero nos trajera la vuelta e inmediatamente después nos largamos. Estaba tan aturdido por el güisqui y las mentiras que me costó bajar del taburete. Ya en la calle, hice un esfuerzo para mantenerme erguido e intentar despedirme lo más dignamente posible de la joven que me había alegrado el día. Pero Paula me pidió que no me fuera, que por favor la acompañara a su casa, que esa noche no quería irse sola.
– Es que no me siento demasiado bien –intenté disculparme.
­ – Venga hombre, si vivo muy cerca, cogemos un taxi y estamos allí en nada. Además, así te despejas – volvió a insistir.
– Ya, pero es que..., es que estoy un poco mareado.
– Pues por eso. Además, no me valen pretextos, ¿o vas a dejar que una jovencita indefensa regrese a casa sola a estas horas de la madrugada? Tú no eres de esos, ¿a qué no?
Paula hablaba con un tono tan embaucador que hizo que un escalofrío me cruzara la espalda. Entonces pensé en mi madre. La imaginé sentada en una silla del cuarto de estar, con la mirada perdida en la ventana, esperando impaciente a que su “pequeño libertino” regresara a casa para tumbarse unas horas, para poder descansar tranquila. Era consciente de que entre Paula y yo había una diferencia de edad que me metía directamente en el saco de los hombres que bien podrían ser su padre. Pero, en ese momento, nada de eso importaba. Una chica preciosa quería estar conmigo, insistía para que la acompañara a su casa. Eso era algo que no me ocurría todas las noches. De hecho, no me había ocurrido ninguna otra. Y fue por ello por lo que dejé que Paula se enganchara a mi brazo para emprender, con una sonrisa de oreja a oreja, el camino que me llevaría derechito a las puertas del caos.

4 comentarios:

Marcos Callau dijo...

Enhorabuena Andrés. el fragmento que se nos regala aquí la pinta muy apetecible.

Graziela dijo...

Felicidades Andrés, te deseo que sea todo un éxito, que leyendo esta muestra para lo más lógico.

PILARA dijo...

Seguro que lo es. Todo lo suyo es bueno, me encanta.

Andrés Portillo dijo...

Marcos, Graciela, Pilar, gracias por los animos, llegados a este punto uno no puede evitar que le tiemblen las piernas.
Muchos besos y todos los abrazos