CON NOMBRE PROPIO: ALBERTO LAURO

 
SER DE LA POESIA
 
Estar ante un poeta es reconocer que nos hallamos siempre ante un misterio, al menos  para mí. Individuo desasido de todo que únicamente encuentra en la poesía su eticidad y sustento: su razón de ser.  Alguien que indaga en sí mismo y en los otros a través de ese instrumento del cual no puede prescindir: la palabra. Cuando se pliega a otros intereses, cualquiera que sea, se prostituye, y en la abyección se envilece, ajeno a ella. La poesía convierte restos de un naufragio en joyas.
      Desde lejanos tiempos donde se pierde la memoria humana, siempre hubo alguien a quien le fue dada la gracia del canto. Un privilegio. El lenguaje como medio de expresión se convirtió en la forma de comunicar lo que el poeta ve y los demás no intuyen o ni siquiera sospechaban.
        Si en el principio fue el Verbo, como dicen las Sagradas Escrituras, el acto de nombrar es para el poeta al mismo tiempo pregunta y respuesta, tiniebla y fulgor, penetración y deslumbramiento, confesión y contención, serenidad y delirio, quietud y busqueda, vaticinio y ciframiento, ebriedad y certeza, sacralidad y carnalidad, devoción pero también sacrilegio celestial y terrenal, sosiego y arrebato, fasto y desnudez, revelación y ocultamiento, suicidio y sacrificio: balbuceo, susurro, grito... Hace legible lo ininteligible en un terreno donde ella le concede sentirse seguro –incluso  sin que nadie lo escuche-, a resguardo de la soledad y la intemperie. El poeta es rey en la orfandad.
      Fue la poesía un don dado a los hombres como el fuego. Pero mientras éste ha tenido una utilidad práctica, de la poesía nunca se ha sabido con certeza cuál es, aunque José Martí afirma que es más importante para los pueblos que la industria misma.
        La han querido definir: ella es inasible. Encasillar, clasificar, callar e incluso encarcelar y vejar: ha mostrado siempre en sus manos los estigmas como rubíes sangrantes de la libertad. Las profecías de creación y destrucción han sido vaticinadas por la videncia de los poetas, aunque fueran ciegos.
      Es hija del misterio y del hechizo, de lo invisible y de la magia. Hermana del sueño, la inspiración y la adivinanza. Su origen divino hace que se mueva con realeza entre la farsa de las máscaras. Si los hombres duermen u olvidan quiénes son, ella, en permanente vigilia, viene a recordarles  la facultad de tener conciencia de existir.
      Cuando le acercan a su velado rostro el espejo de la falacia, la poesía responde con un relámpago del espíritu que lo destroza, fascinada. Plena se transfigura en gozo, prodigio, consuelo, comunión, alabanza pero también en desgarro, diatriba y repulsa contra quienes la censuran o sojuzgan. Es entonces que escapa de barrotes visibles e invisibles, irrumpiendo con improperios: también es blasfemia y profanación. Vulnera con cegadora luz todo dogmatismo donde reine la oscuridad y, para escarnio de sus lacayos, la opresión que amordaza con la estulticia y el envilecimiento, destrozando la mordaza del silencio. Y ay al que ella escoja como blanco de su ira, porque es implacable, ay.
            Ahora que en lo cotidiano y en la contemporáneo se constata el fracaso  pavoroso y creciente de la razón –según Goya predijo: el sueño de la razón engendra monstruos- de todas las artes y habilidades humanas, la poesía  es lo único que ha podido descender a los infiernos del mito, la Historia, del ser, y ascender triunfante hacia la aurora. Que ella nos acoja: no nos abandone.

 

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