“EL FUMADOR de la
VIDA”
El
despertador sonó tan fuerte que cayó al suelo y se rompió con un
sonido metálico y al tiempo, seco. Ni siquiera Arnaldo pudo atinar
apagarlo de un manotazo. El ejecutivo de cuentas de la mayor agencia
de publicidad del país tenía por costumbre no levantarse nunca más
tarde de las seis y media de la mañana y de acostarse nunca antes de
la media noche. Siempre tenía muchas tareas pendientes de la
oficina, que, particularmente, prefería llevarse a casa porque
demasiadas horas metido en su despacho y en los despachos de sus
jefes le acababan produciendo claustrofobia.
Se
levantó, hizo unos cuantos estiramientos, se duchó rápidamente
siendo consciente frente al espejo de la ducha de su perfecto cuerpo
moldeado en decenas de gimnasios y se desayunó en cinco minutos. En
media hora ya estaba listo para una jornada laboral más, bien
trajeado y perfumado, quizás, demasiado, como si fuese de putas,
cuando, en realidad, la puta era él, que siempre tenía que decir
“sí” a sus jefes porque éstos eran de esos tiburones de la
publicidad que no admiten un no por respuesta.
Pero
Arnaldo se había convertido en un hombre versátil en el mundo
laboral. Sabía adaptarse a cualquier circunstancia, con tal de, en
el fondo, salirse con la suya. Eso hacía que ganara un gran sueldo,
contando las primas y los bonos anuales, mayor, incluso, que el de
alguno de sus superiores, sin que éstos lo supieran, claro.
En
la oficina Arnaldo era pura eficiencia: gestionaba las llamadas
telefónicas junto a Nerea, su secretaria, a la mayor rapidez. No
admitía más de cinco minutos de conversación. Tenía que cerrar
los tratos rápidamente y concertar reuniones y entrevistas con los
clientes al instante. Era, lo que se dice, un bólido.
Extra-laboralmente,
el chico estaba apuntado a decenas de actividades: aparte del
gimnasio diario, dos tertulias intelectuales a la semana, clase de
pádel los jueves, teatro obligado los viernes y, los fines de
semana, un polvo rápido con su novia modelo de alta costura los
sábados, después de una cena frugal pero carísima en un
restaurante de moda y visita familiar a casa de sus padres, los
domingos, para comer en no más de dos horas, que, luego, tenía que
echar una siesta de hora y media antes de ponerse a revisar las
tareas laborales del día siguiente, lunes.
Este
ritmo de vida le duró a Arnaldo veinte años. Al vigésimo primero,
con cincuenta tacos y habiendo llegado al puesto de Director General
de la empresa, el ya no tan joven comenzó a sufrir los efectos de
semejante ritmo de vida: primeros síntomas de lo que, más adelante,
se convertiría en una profunda depresión, desgaste de la médula
ósea, ruptura con su segunda mujer –a la novia de los polvos
rápidos de los sábados hacía años que ya no la recordaba ni de
lejos- y pérdida de prácticamente todos sus amigos de siempre, por
no hablar de la soledad que sintió cuando sus padres fallecieron
prácticamente al mismo tiempo y sin avisar.
De
modo que Arnaldo, un buen día, de vuelta del trabajo a su mansión
de las afueras de la capital, se sintió muy solo y se dio cuenta de
que su vida no tenía sentido. Que nunca lo había tenido y que, si
no ponía remedio a la situación, nunca lo tendría.
Se
cubrió la cara con las manos y lloró durante varias horas,
desconsoladamente, rompiendo con su mente las decenas de capas de
cebolla que se había creado para ser el rey del mambo. Pero ese
reinado y ese mambo le habían pasado un precio demasiado caro.
También se dio cuenta de que no se cambia de la noche a la mañana.
Por
mediación de un vecino con buena voluntad, acudió a un psiquiatra
de barrio. No le importaba visitar a un profesional de la psiquiatría
que no tuviese su gabinete en el barrio más chic
de la city.
Mentalmente, había descendido varios escalones de la tontería
social y atisbaba en su fuero interno que una nueva persona renacía
en sus entrañas.
- Eres un fumador.
Le
dijo el especialista.
- ¿Un fumador..? Pero si yo no he fumado en mi vida.
Le
respondió Arnaldo extrañado.
- No has fumado en tu vida, pero te has fumado la vida y ya casi no te queda colilla que gastar.
Arnaldo
le miró profundamente a los ojos y esbozó una sonrisa.
Ese
día fue para él uno de los más felices y sinceros de su, hasta el
momento, enloquecida vida.
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