Cruz Cartas
Cerrallos, trece de febrero de
1920
Amado mío: Dos años ya desde
que mi ausencia se tornó definitiva y tu dolor no mengua. Antes
bien, se agranda y se enquista en una lágrima temblorosa siempre al
borde de tus pestañas.
Más de una vez he bajado a
confortarte; con mi mano translúcida he rozado esas mejillas tan
queridas, antaño suaves y hoy en franco desamparo, como un campo sin
desbrozar. Te he envuelto en un abrazo helado, esperando
despertarte, poner en tus ojos otro paisaje que no fuera mi imagen
congelada. Pero tú, absorto en rescatarme del olvido, no percibes
mi presencia, por más que mi reflejo azul se insinúe en nuestra
alcoba, o mis dedos traviesos deslicen las sábanas revueltas que
envuelven tu sueño alborotado. Y yo, cada vez soy más leve y tengo
más frío.
Porque has de saber, querido mío,
que la soledad se contagia, como la tuberculosis que me arrancó de
tu lado. Ya no queda nadie de los que murieron conmigo aquel trece
de enero que has tachado de todos los calendarios. Anduvimos juntos
un tiempo, pero el silencio quemaba más que el hielo y, a la postre,
todos se fueron despidiendo, cada uno enzarzado en su juicio y su
destino. Sólo yo me quedé, viendo pasar muertos de otras fechas
por estar a tu lado. Quería oír tu risa de nuevo para perderme en
mi futuro. Pero han pasado dos años y las ojeras te tiñen la
mirada. Y no hay nada que presagie el renacer de tu alma.
No nos ayuda nada que sigas
acariciando la lastimosa trenza de mi pelo. Ni que perfumes el hueco
de tu cuello con mi aroma, ni que cargues los bolsillos con aquellas
pequeñas cosas que fueron mías y que ahora se deshacen en tus
manos. Tienes que dejarlo, amor. Estoy cansada de la mirada de
estupor de los que llegan; me agota hacer de guía por este camino
hueco. Y, sobre todo, tengo frío. Tanto frío que a veces quisiera
estar en el infierno y hundirme en su calidez. No lo permitas.
Déjame ir. He puesto en la chimenea mis retratos, la trenza castaña
de mi pelo, aquellas cartas que nos escribíamos cuando estabas en
Marruecos; el tiempo mínimo que la vida me dejó contigo. Después,
he rociado todo con mi perfume, como si regara las magnolias del
jardín. Ahora sólo te queda prender un fósforo y abrir las
ventanas. El sol estará esperando ahí para calentarnos de nuevo.
Tuya siempre,
Amanda
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