SACRIFICIO
La había dejado inconsciente con un fortísimo golpe del rodillo de
amasar que cientos de veces había torturado su frágil cuerpo. La rajó desde el
cuello hasta el ombligo con el cuchillo más grande de la cocina, un verdadero
machete con el que ella habitualmente le amenazaba con suicidarse ante
cualquier mala acción suya. El corazón aún latía, pero eso no fue problema: con
un par de buenos puyazos del tenedor de mango imitación mármol, se quedó
quieto. Le costó un buen rato darse cuenta de que ¡¡Por fin!!!, estaba muerta.
Corrió hasta el reproductor y el Riff del “Burn” de Deep Purple llenó la
casa. Esa voz de Coverdale, ¡¡¡por dios, esa voz!!! ¡¡Qué felicidad!! Casi se
olvida de la sartén. Arrancó el corazón y con minuciosidad lo troceó y añadió al
sofrito de ajo, cebolla, pimiento y zanahoria. Todo a fuego muy lento, y luego
añadiría un pelín de agua y unas patatitas que ya estaban casi cocidas. El bazo
lo arrancó y se lo dio a la perra, que lo devoró en dos rápidos bocados, como
siempre hacía con cualquier trozo de carne. Para los pulmones tenía otros
planes. Aprovechando el buen clima extremeño los colgaría cual chorizos en la
terraza semi-cubierta, hasta que se curaran y pudiera hacerse un par de buenos
bocadillos. El hígado, el hígado, ese hígado al que tantas ganas tenía. Ese iba
a caer crudito a la noche, bien loncheado, como un solomillo sangrante. El
resto de ese aborrecible cuerpo, lo cargaría de noche en el trastero del coche,
lo enterraría bien profundo en cualquiera de los bosques de los alrededores, y
se masturbaría encima.
Sabía que iba a ser una tarea dolorosa, nunca se recuperó bien de
cuando le destrozó las 2 piernas con un bate de beisbol, hace 10 años. Ahora,
con 25, por fin podría empezar una vida normal, aunque nunca se recuperaría de
las secuelas psicológicas ni físicas, pero pediría cita con la psicoterapeuta
del centro de salud, ella podría ayudarle, tenía muy buena fama. Y el
traumatólogo le daba cita cada 15 días y le recetaba remedios que aliviaran sus
dolores, tenía su móvil, se puede decir que eran amigos.
Las excusas estaban listas. Toda la vecindad sabía que la vida en
esa casa era un infierno, así que les diría que se había ido para Guadalajara
con sus hermanas, ya se sentía mayor
para soportar esa situación. No habría vecino que no la odiara y temiera a la
vez (por eso nunca avisaron a la policía), así que sabía que las felicitaciones
y alegrías fluirían como champagne.
Cuando cenaba el delicioso hígado, regado con una botella de
Rioja, hizo un concienzudo repaso a su infernal vida, y llegó a la eterna
pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué no lo dejó adoptar por otro pariente? Pero la
respuesta era siempre la misma: cuando su hermana pequeña murió en el parto,
cogió al hijo en adopción para vengarse. Por fin, su madre había sido vengada.
El sastrecillo valiente
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