CON NOMBRE PROPIO. Iñaki Ferreras.





BALBI,¡ LA MONJA INSACIABLE!

Balbi se comió cuatro tarrinas de nocilla de una vez. Su apetito era voraz. Su estómago le pedía más y más comida. Desde que, con 18 años, al acabar COU, se ordenó monja, hace ahora cinco años, tiene una gran ansiedad, que aplaca a través del estómago. Nunca quiso ser monja pero sus padres -unos pobres campesinos de una aldea salmantina sin medios para que su hija continuara sus estudios y sin esperanza de poder casarla con ningún mozo de la comarca porque creían que los hombres siempre la habían rechazado por fea y corta de luces- la obligaron a ingresar en el convento, a través de una tía suya, también religiosa. Salvo Justico, un gañán más pobre que ella y más feo que picio pero más listo que las liebres. De pequeños, habían sido buenos amigos y él siempre la había querido hacer su novia. Pero sus progenitores se habían opuesto porque necesitaban un hombre con dinero en la casa que les sacara de su indigencia.
El caso es que la chica no era ni tan fea ni tan tonta pero tenía unas ideas propias inusuales para el entorno rural y cateto donde había nacido. No era partidaria del matrimonio. Dudaba de la existencia de Dios. La autoridad de los padres, la suficiente. La mujer, cuanto más estudiosa, más libre. Y por ello, porque su comarca seguía anclada en mitad del siglo XX, había sido marginada por todos porque no encajaba en el medio.
Después de engullir las tarrinas, Balbi abrió la nevera y se dedicó a los yogures. Comió ocho: cuatro naturales y otros tantos de frutas del bosque. Por estos últimos sentía especial predilección porque le recordaban a cuando con su padre iba al bosque de robles a recoger grosellas. ¡Se acordaba tanto de su padre, quien parecía entenderla un poco y ahora muerto..!
La puerta de la cocina se abrió de golpe. Sor Creofasia, la madre superiora, le pilló in fraganti y, sin mediar palabra, le propinó una buena bofetada. La cara de la monjita se hinchó y sus lágrimas aparecieron como agua del manantial.
-         ¿No te he prohibido entrar en la cocina sin permiso..? Un día de éstos, te expulsaré, no sin antes haberte despellejado viva. ¡Ladrona, gulosa, avara, descarada!
La ira de la superiora no tenía fin porque ésta no era la primera vez que la cogía con las manos en la masa. Conocía su problema pero lo atribuía a su desidia por reconducirse y, sobre todo, a su desinterés por educarse. Porque para Sor Creofasia, un convento de monjas es el mejor lugar donde una joven puede encontrar el camino en la vida, lejos de los vicios terrenales. Y si éstas son feas, mejor porque, de este modo, no se preocupan de casarse ni de arrejuntarse con ningún hombre: están libres de pecado per se. De modo que en su convento todas las hermanas eran feas tirando a espantosas pero, eso sí, muy castas y devotas. Ella misma no tenía reparos en reconocer que había optado por los hábitos porque no había macho que la soportara…De hecho, parecía más un varón que una hembra…Y, por otro lado, este punto le había ayudado mucho a la hora de dirigir el centro con mano de hierro. Por eso, le habían apodado La Monja Vulcano.
La estruendosa bofetada alarmó a otras hermanas que estaban en la capilla contigua a la cocina, rezando el rosario. Todas salieron a hurtadillas y cotillearon por la puerta entreabierta. Rieron por lo bajini y volvieron a sus rezos. Cuando la Madre Superiora sacó a Balbi de la despensa cogida por las orejas y la introdujo en la capilla, ésta, cabizbaja, se arrodilló frente al Santísimo y sollozó implorándole que le curara de su enfermedad. Repentinamente, una voz susurrante le dijo:
-         ¡Tu enfermedad no tiene cura, Balbina! Tu enfermedad se curaría saliéndote de monja y casándote con un buen mozo.
Balbi no dio crédito a lo que oía. Miró hacia el cielo y a ambos lados. Pero no vio nada. Miró hacia atrás pero sus compañeras seguían concentradas, rezando. Acongojada, preguntó.
-         ¿Quién eres? ¿Por qué me das tal consejo?
Pero la voz no volvió y Balbi se unió a las otras hermanas para terminar el rosario.
Esa noche, después de la cena y la post-cena –que había consistido en volver a colarse en la cocina para atiborrarse de dulce de leche-, la monjita no pudo dormir. La voz seguía sonándole en su mente, con ese tono dulce e indefinido a la vez, entre masculino y femenino. Acabó determinando que del Espíritu Santo se trataba. Entonces, comenzó a pensar que tenía razón, que es lo que ella siempre había deseado pero que como se veía fea y, ahora, también gorda, vivir otra vida que no fuera la del retiro le resultaría harto difícil. Además, su madre nunca se lo permitiría porque la orden religiosa le cubría la manutención y su pensión de jubilada tan sólo le daba para comer y poco más…
Al día siguiente, Balbi se desayunó opíparamente: alegó que estaba enferma para no madrugar y, cuando todas las monjas habían dejado el refrectorio para rezar en la capilla, ella había vuelto a la cocina a ponerse las botas. Pero de nuevo tuvo tan mala suerte que Sor Creofasia la volvió a cazar y, esta vez, la flageló veinte veces  para posteriormente atarla a la pata de una cama durante toda una semana como castigo bajo un régimen de pan y agua.
Como consecuencia, Balbi adelgazó cinco kilos y cuando terminó la penitencia, con el estómago dolorido por no haberle tratado como pedía, sintió la tentación de volver a saltarse las reglas pero pasó por un espejo en el que su imagen le llamó la atención.
-         Pero si estoy guapísima siendo más delgada.
Y era cierto: su rechoncha cara porquina se había estilizado, lo mismo que su figura cachalotil. Por vez primera, en toda su vida, en su interior, atisbó los primeros síntomas de lo que significaba la palabra “autoestima”. Tal fue el sentimiento, que, ese mismo día, decidió ponerse a hacer régimen. Acudió a la biblioteca y leyó un libro naturista-religioso, que trabaja de los beneficios de la abstinencia, en todas sus formas con ejemplos prácticos.
Al cabo de dos meses, Balbi estaba irreconocible: había adelgazado treinta kilos, recuperado el peso normal para su edad y estatura, por lo que los hábitos se le caían por lo grandes que le quedaban. Todas sus compañeras, en especial, Sor Creofasia, quedaron atónitas y dieron gracias a Dios por el milagro. Le ofrecieron una misa y lo festejaron con una merienda de té y pan integral. Balbi no probó bocado. Habría adquirido una fuerza de voluntad a prueba de bombas porque, ahora, su propósito era dejar los hábitos y volver a la vida normal. No sabía si lo lograría pero estaba dispuesta a intentarlo.
Esa tarde, sola, henchida de gozo y con la cabeza bien alta, entró en la capilla a rezar. No sabía bien a quién hacerlo porque seguía siendo atea pero sintió necesidad de orar. En el instante en que se arrodilló, la misma voz de la otra vez se dirigió a ella.
-         ¡Estoy orgulloso de tu progreso, Balbi! ¡Muy orgulloso! No sabes lo feliz que me has hecho.
Balbi tembló y gritó.
-         ¿Quién eres? Te lo ruego, dime quién eres.
Y rompió a llorar cubriéndose la cara con las manos tiritando.
En ese mismo instante, se abrió una puerta oculta tras el confesionario y apareció Justico, vestido de albañil. El había preparado todo el tinglado, sin que las monjas se hubieran percatado de ello. La había esperado todos estos años, la había escrito múltiples cartas que nunca llegaron a su destino porque habían sido requisadas por la Madre Superiora. Y,ahora, venía a su encuentro.
Balbi se desmayó y el mozo la cogió en sus brazos, la sacó del convento y la llevó al cura de la parroquia a casarla con él. Cuando recobró el sentido, Balbi estaba en la sacristía y Justico le pidió la mano. Ella, con los ojos como platos, abofeteó a Justino y volvió al convento corriendo como el alisio.

FIN de la PRIMERA PARTE




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