CON NOMBRE PROPIO: MATILDE LLEDÓ PÉREZ







EN LAS PAREDES

Algunas tienen penas, muchas penas algunas,
y largas cabelleras que lloran en el viento.
Algunas son horribles, casi siempre me advierten
que un peligro me acecha.
Algunas tienen horas marcadas en los ojos
y son como clepsidras,
me despiertan de noche
(Las caras de los hombres, Silvina Ocampo)

Elena sonríe mientras mira los dibujos de la pared. Está hermosa cuando sonríe. Quizás ahora sea la ocasión de contarle todo, pero me temo que eso rompería la frágil paz de este momento. Me gusta Elena. Me gusta a pesar de haberla traído a la casa. Me invade un enorme deseo de hablar con  ella, de revelarle mi secreto, pero está tan bella mientras pasa sus dedos por la pintura.
Hacía muchos años que no regresaba. Todo está igual que aquel día. Los muebles del salón, la vieja mecedora de mama, las fotos familiares. Los dibujos  sin embargo han cambiado. Lo esperaba. Saben que he vuelto, la casa entera lo sabe. Me recibe vigilante, inundándolo todo con aquel olor a pintura, como si el tiempo se hubiera doblado hasta aquel día en el que comenzó todo.
 Yo tenía trece años y observaba asombrada cómo mi padre pasaba el rodillo minuciosamente por la pared. Con cada pasada las caras iban quedando grabadas. En vertical, en horizontal, en oblicuo. Era la moda de aquellos años, grabar dibujos en la pintura. Le dije que no me gustaban aquellas caras. Algunas tenían la expresión triste de una muñeca rota. Pero él  me decía que alegrarían las  viejas paredes. Oía a mi madre cantar en la cocina. El olor  manzanas cocidas  y a canela se mezclaba con el de la pintura fresca. Mi hermana pasaba las páginas de un libro sentada en el salón. La casa aún era nuestra aquel día.
 Pasaron los meses y yo no conseguía acostumbrarme  a aquellos rostros que me observaban desde las paredes. Me incomodaba su acecho, su impertinente presencia. Mi familia sin embargo parecía ajena a aquello. Nunca noté en ellos ninguna inquietud especial. Ni siquiera cuando las caras empezaron a hablarme. Al principio fueron ecos lejanos, sin sentido. Murmullos incomprensibles. Después comenzaron a decir mi nombre. Yo les pedía que me dejaran, que no me hablaran más, pero seguían llamándome cada vez con más fuerza.
Comencé a vigilarles, a escudriñar sus rasgos mientras todos dormían. Por la mañana cambiaban sus expresiones. Los que a la noche parecían tristes mostraban de día una mueca perversa. Otros me miraban con ojos incisivos, mientras continuaba su atroz letanía. Así pasaron dos años, siempre acechado por aquellas voces y aquellos rostros que me perturbaban. Mi carácter había cambiado durante este tiempo. En casa me recriminaban mi tristeza y mi constante inquietud. Pero no me escuchaban. No entendían mi deseo de tapar aquellos dibujos, de hacerlos desaparecer.
            Yo no podía comprender como ellos, mi propia familia, no se daba cuenta de lo que ocurría. ¿Acaso estaban fingiendo?  ¿Querían por alguna razón inexplicable perpetuar mi angustia, llevarme a la locura? Me desesperaba su indiferencia. Era del todo imposible que no oyeran aquel constante griterío ¿No veían los cambios?¿No notaban los rasgos de ira que se iban apoderando de los dibujos?   
            Aquel día lo entendí todo, las caras me lo desvelaron. Por eso cuando aquellos policías me preguntaron por mis padres y mi hermana, yo les dije  que observaran la pared. Pensé que comprenderían. Pero naturalmente ellos no conocían la casa. No tenían manera de saber que aquella mañana, entre los dibujos, había tres nuevos rostros.  Mientras me sujetaban y me empujaban hacía la puerta me volví para contemplarlos. Me pareció que sonreían. Ahora las caras estaban en paz. Las voces por fin habían cesado.

Hace una semana me dejaron salir. Han pasado quince  años desde entonces.
 A los doctores les dije que todo era mentira. Que aquellas voces no habían existido nunca. Al fin y al cabo eso es lo que querían oír. Esa misma tarde conocí a Elena en un café. Es tan alegre. Cuando le dije si quería venir conmigo a la casa se mostró entusiasmada.  Ahora ella está aquí. Quiero hablarle, acariciar su mano, intentar que pueda llegar a comprenderme. Pero me temo que esta vez tampoco será posible. Los dibujos están cambiando de nuevo. La miro fijamente, ella aún sonríe  ¿Es  posible que no les oiga?

Matilde Lledó Pérez

2 comentarios:

PILARA dijo...

UN RELATO MUY INTERESANTE CON UN FINAL INQUIETANTE.

Anónimo dijo...

Desde el principio consigues que quiera seguir leyendo, aunque creas un ambiente un tanto agobiante. Me ha gustado. Gracias por compartirlo Matilde