DESDE DENTRO DE TAF. Begoña Antonio Vallejo



MARGARITA


Margarita tenía unos dientes tan grandes que podía comerse una manzana de dos bocados; los labios carnosos, vulgares cuando hablaba de novios.
Flaca como una vara, nariz chata por donde asomaban unos pelillos, ojos esmeralda y unas pestañas que parecían paipais.
Margarita siempre nos decía que prefería trabajar en la tabacalera, el sueldo estaba bien, te regalaban los cigarrillos; era una castaña estudiar tanto, total ¿para qué? Y si no buscarse algún viejo con pasta.
Si no hacías lo que ella quería te sacaba la lengua, daba un taconazo en la arena del patio y te llenaba de tierra los zapatos; se reía. Eras tonta y por eso te tenías que descalzar y sacudirte los calcetines.
Jugaba mejor que nadie al balón prisionero. Lanzaba la pelota con tanta fuerza que hacía daño; todas la seguían, todas querían estar en su equipo.
Por las tardes se compraba un caramelo alargado de colores y lo chupaba lentamente hasta dejarlo como una aguja, luego se acercaba y te pinchaba en el cuello, en el brazo y se reía.
Lo que mejor hacía Marga era dar vueltas en el triángulo, corría, corría hasta subir a noventa grados y las demás intentábamos seguirla. Casi siempre terminábamos en el suelo con las rodillas raspadas.
Se las daba de valiente y además no leía a Martín Vigil —es un cursi— decía. Ella leía Los hermanos Karamazov, Fortunata y Jacinta, La Regenta.
Terminamos de leer a los rusos, terminamos el bachillerato, empezamos a usar maquillaje, a salir con chicos, a ir al instituto.
Un día de invierno me encontré con Marga, habían cerrado la tabacalera —extraño la humareda del tabaco decomisado— me dijo guiñándome un ojo. Ya no era tan flaca, ni tenía una boca tan grande como recordaba. No me quiso decir qué hacía. Al despedirme con un abrazo me di cuenta de que estaba embarazada. Antes de dar la vuelta a la esquina me volví, la saludé con la mano, me sacó a lengua mientras fruncía la nariz.



Begoña Antonio Vallejo

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