DESDE DENTRO DE TAF: "OBJETIVO ROJO"


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             “OBJETIVO ROJO”


   Cuando llegó, encontró la puerta abierta. ¡Pobre, Federico!, no pudo hacer otra cosa que entrar. Todas sus cavilaciones quedaron en suspenso. Aún faltaban quince minutos para que empezara la representación.
   Antes, en la plaza de Las Cortes, había visto a un mendigo sentado en el suelo que apoyaba su espalda en el BBVA. Pasó junto a él palpándose el bolsillo en busca de alguna moneda, que no encontró. Ya estaba en la carrera de san Jerónimo, y sus ojos querían mirar atrás. Tuvo un momento de incredulidad, ¿será correcto lo que he visto? Como aún le quedaban treinta minutos, tomó la decisión de circunvalar la estatua de Miguel de Cervantes para volver a caminar junto al indigente.
   Sí. No se había movido. Y Federico, a paso lento, repitió la misma calzada para observar la escena: un sujeto de unos treinta años, ajeno a cualquier circunstancia, pulsaba un ordenador, marca Apple, (la manzana mordida era inconfundible). Le acompañaba un perro de tamaño mediano que, con aspecto de estar satisfecho, miraba las manos de su compadre como queriendo aprender a teclear.
Le pareció ver una bolsa de Lidl a rebosar de ropa, un saco de dormir enrollado y una manta que hacía de cojín para ambos.
   La imagen le persiguió todo el tiempo que duró la zarzuela. Llegó a su casa y aún seguía vivo aquel cuadro.
¡Será posible! —se dijo— y preparó la cena.

El mendigo tecleó unas palabras en el portátil: “Objetivo Rojo localizado. Tapadera descubierta. Extracción urgente”. Cerró la cubierta de golpe y esperó confirmación en el móvil. Plegó la manta atándola al saco e incluyó en un pliegue el ordenador, se colocó el hato bajo el brazo y junto con la bolsa de ropa, comenzó a caminar. Tenía que llegar cuanto antes al punto de recogida sin volver a encontrarlo. Nada era fiable. La operación que prometía ser un éxito estaba resultando un fracaso y lo peor: ambos se habían reconocido.
   El perro, sin alejarse, saltaba a su lado contento, aun así, le colocó la correa. Tampoco era plan que los municipales quisieran multarle y tuviera que sacar su acreditación o estar dando innecesarias explicaciones.
—Ya no puedo fiarme de nadie —resolvió Hans.
Se suponía que los mandos lo tenían todo controlado: tantas precauciones, fotos, informes, parte del trabajo quedaba ahora inutilizado, él no tenía que toparse nunca con un objetivo, no obstante, la estrategia se había alterado.
   Bajó hasta el Paseo del Prado; en la oscuridad del bulevar se quitó la chaqueta de cuadros dándole la vuelta, ahora vestía de beige y en una papelera cercana tiró la gorra y con ella las rastas rubias que le colgaban hasta los hombros. Parecía otro hombre, a pesar de ello deseaba llegar lo antes posible a la puerta del Botánico, huir a toda mecha de allí y los nervios le estaban haciendo aquel camino interminable.
   Todo le seguía pareciendo mentira, pero tratándose de él, nada era imposible. Acababa de cruzarse con un envejecido, aunque inconfundible Friedich Schneider en persona. Buscaban a otro miembro más joven del comando sin embargo…

Todo se torció cuando Roxette apareció detrás de un precioso bonsai, quizás regalo de un expresidente al Botánico
—No, Hans, de ninguna manera abortamos la operación —le dijo enfadada. —¿No te gusta Madrid, estás aburrido, quieres volver a casa?; se te dan bien los disfraces y vas a buscar ahora mismo el mejor traje, los mejores zapatos, el mejor peluquero y todo lo que necesites para ser uhmmm… un atractivo hombre de negocios, ¿me comprendes?
 La mujer suspiró aburrida después de su perorata. Él la miró asqueado. Desde la oficina se ve todo muy bonito, pensó Hans para sus adentros.

Friedich llevó a la mesa la tortilla y se sirvió el vino. Se creía a salvo, aunque estaba claro que no era así.
—De nada ha servido estar inactivo desde hace tres años. Jugar a dos bandas es lo que tiene, si no te cazan unos lo hacen los otros—refunfuñó. Seguro que Hans ya ha pasado el informe “Objetivo localizado”. Tengo que avisar a Paul, él también está en peligro. Marcó un número en el móvil desechable, contó cuatro tonos y colgó.  Volvió a llamar. El Rojo no sienta bien”,dijo cuando contestó una voz de hombre. “Lo eliminaré de mi armario”, le respondió antes de colgar.
La noticia la dieron en el telediario de las tres: A primera hora de la mañana, en un polígono industrial, han sido hallados sin vida un hombre y una mujer. No se han encontrado documentación ni objetos personales que puedan esclarecer la identidad de los fallecidos. Todo apunta a un robo pero, según la policía, están abiertas todas las hipótesis. Un detalle curioso, junto al hombre había un perro de tamaño mediano, un samoyedo, sin collar ni chapa.
Mandarán a otros, pensó Friedich. Es hora de cambiar de aires.
Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de instalarse en un pueblo, uno de esos pequeños y tranquilos, pero suficientemente grandes como para no llamar la atención.
—Me haré pasar por un militar retirado que busca un lugar tranquilo para escribir. “Desde Baviera a Las Hurdes”. Sería un buen título para mi libro—resolvió.
Sacó la maleta y empezó a meter la ropa.

Apagó el portátil y lo guardó en la mochila. Salió a la calle con el equipaje en busca de su coche que lo tenía aparcado cerca. Al doblar la esquina se encontró a una pareja de policías con mascarilla.
—¿Adónde va usted?
—Salgo de viaje.
—¿Por trabajo? ¿Una enfermedad grave de un familiar?
De pronto recordó todo el lío por un virus del que tanto hablaban en la tele y en Facebook. No había hecho caso de ese tema y no sabía nada.
—No, me voy a mi pueblo que allí se está más tranquilo.
—Usted es un gracioso ¿no? Le vamos a meter un paquete que se le van a quitar las ganas de hacer chistes.
—Perdone, no sé a qué viene todo esto, ¿qué problema hay en irse de viaje?
—¿No sabe que el país está en estado de alarma y que nadie puede viajar, ni salir de casa? Solo para ir a la farmacia o al supermercado. ¿Usted en qué mundo vive?
—Es que he tenido mucho lío y no he puesto la tele.
Una ambulancia frenó a su lado. El conductor pidió a los agentes que uno de ellos subiera para ayudarle con la camilla porque su compañero se había quedado en el hospital por dar positivo y él tenía que subir a un piso a recoger a un enfermo que vivía solo.
—No te preocupes, este caballero te va a ayudar.
Abrieron la puerta de la ambulancia y le metieron con maleta y todo en el asiento del copiloto.
La calle se estremeció con el gemido de la sirena.

No entendía nada ¿Qué hacía yo en una ambulancia con un desconocido?  Según me dijo se llamaba Luis.
Se detuvo en la casa y subimos a buscar al enfermo. Un anciano con cara de cadáver nos esperaba. Con muchos esfuerzos conseguimos bajarle y meterle en la ambulancia. Al llegar al hospital y llevarle hasta ingresos me dieron un equipo de protección para seguir trabajando y me ordenaron pasar por la sala de desinfección.
Oiga, le dije a la enfermera yo no voy a seguir trabajando, soy extranjero, estoy en España por casualidad. No sé nada de ningún virus y tengo que irme.
¿Cómo te llamas?
Friedich.
Muy bien, te voy a llamar Fredy, que es más fácil. Yo soy Maty y tienes que ayudarnos. Ahora no puedes salir del país, ni siquiera de tu casa, así que mejor estás aquí, colaborando, como todos. Y no te preocupes, yo te explico lo que necesitas saber sobre esta pandemia en tres minutos mientras te quitas esa ropa, te duchas y vuelves a la ambulancia.
Vi como metían mis cosas, incluida la maleta y el portátil, en una enorme bolsa de plástico, la sellaban y la guardaban en un armario.
Recién duchado con agua muy caliente y jabón desinfectante me puse el pijama, las botas y el mono de aislamiento y me convertí en Fredy, el nuevo compañero de Luis, enfermero y conductor de ambulancias.

Como Fredy acompaño a mi nuevo amigo Luis en la ambulancia, para recoger enfermos contagiados por el dichoso virus a sus casas y en residencias de ancianos.
Me parece dantesco, no imagino que haya tantos fallecidos que se agolpan en los lugares destinados a tanatorios.
A pesar de todo, me siento más feliz que nunca, tengo una serenidad espiritual que no he sentido jamás. Mi vida anterior me parece ahora sin sentido y quiero cambiarla.
Hablare con John que sigue como misionero en un hospital de Madagascar y me iré para iniciar mi nueva vida.
   Estoy tan cansado que necesito dormir unas horas, un buen sueño me vendrá bien para poder continuar ayudando a mis nuevos compañeros.



Luis ha insistido en que es primordial que me revisen en Urgencias, dice que cree que estoy contagiado. Igual sí, siento la garganta quemada y el cuerpo pesado. Puede que esto no sólo sea el cansancio acumulado en las últimas semanas. Además, toso de continuo, es muy agobiante.
Entro en la ambulancia, en la parte de atrás. Luis conduce rápido y llegamos al Ramón y Cajal. Dos ambulancias esperan delante de nosotros. Por fin llega mi turno y, aunque puedo andar, me sientan en una silla de ruedas y me dejan aparcado en un pasillo de la zona de Urgencias.
Creo que llevo un par de días aquí, estoy aislado en un box; las cortinillas no impiden oír las respiraciones dificultosas de los otros enfermos: resuellos, pitidos, pocas quejas. Yo también respiro mal, me mareo a menudo, reservo fuerzas para poder seguir llevando el aire necesario a mis pulmones, y para pedir al médico de turno que, por favor, me intuben. Intento ser positivo, imagino qué haré cuando salga; sí, las Hurdes pueden estar bien, lo suficientemente lejos de mi antiguo trabajo, del caos de este hospital, de los ojos cansados de todo el personal que nos atiende.
Sueño con un respirador, aunque sepa que me inducirán un coma, que podré estar sedado dos meses o más y que, después, si me salvo, mi tráquea y mi cuerpo se resentirán de su uso. Pero estaré vivo, y es lo que importa.
Cuando el médico que tiene que evaluar mi ingreso en UCI llega, apenas tengo fuerzas para abrir los ojos. Me está tocando la piel, me levanta los párpados, dice cosas en un castellano extraño… ese acento ¡Es alemán, no hay duda!
Federicodice ahora arrastrando la r rasposa. Abro los ojos y veo los sonrientes ojos azules de Paul.


A partir de ese momento, un torbellino de acontecimientos se sucede. Me veo circulando a gran velocidad a bordo de mi cama articulada por los pasillos del centro sanitario. Gritos y reproches que ensordecen el hospital. Al llegar a la puerta de la calle noto la corriente de aire azotándome la cara y que me levantan en brazos y me dirigen hacia una ambulancia. Después me sumo en la inconsciencia, en el negro absoluto.
No sé cuánto tiempo después lo que me envuelve es un remolino de voces, ruidos que me rompen los tímpanos e imágenes borrosas. Lucho por entender lo que está pasando.
—A mi lado el samoyedo aparentemente dormido. En realidad, muerto. Una gran cicatriz recorre su abdomen.
—¿Lo hemos conseguido?
—Sí, Alexander, hemos recuperado las muestras de la vacuna del estómago del perro. La fórmula y el resto de la documentación están en la maleta y pronto obrará en poder de la organización.  Ahora somos los amos del  mundo, negociaremos con los países más poderosos del planeta. El plan ha salido a la perfección. Sobre todo, gracias a ti y al equipo que ha colaborado en la más absoluta clandestinidad. 
Y Alexander, ya no es necesario que sigas ocultando tu verdadero nombre, olvídate de Federico, Friedich o Fredy. 
Cuando lleguemos a Wuhan y se te pase el efecto de las drogas que te suministramos durante todo el proceso, te lo explicaré todo con detalle. Ahora es importante que descanses. Ya tienes en tu sangre la vacuna.























1 comentarios:

tafpilar dijo...

Muy bien, coherente y mantiene el interés.
Buen trabajo.