CUADERNOS LITERARIO Nº 14. "Victoriano de la Serna "pasodoble""


Victoriano de la Serna   “pasodoble”

            Pequeñas cosas anuncian características determinantes de una persona. Y así, Leonardo de la Cruz, vaquero de Llasguicebo, cuando las vacas se movían, de noche, por el monte, según sonaran sus zumbas, sabía perfectamente de qué vaca se trataba.
Leandro de la Cruz, pastor en esa misma localidad segoviana y hermano del anterior, elegía la melodía del gallo que antes cantara para que le sirviera de despertador. No le gustaba perderse ni un instante de la tonada ni del nuevo día.
            Formaron pareja de “músicos” los dos hermanos; a la dulzaina, Leandro, “Tío Gaitero”, y a la caja, como tamboritero, Leonardo, “Tío Zorra”. Sin perfeccionar el sonido, se atrevieron con el oficio para ganarse unas “perras”. Pasacalles anunciando la fiesta del pueblo y jotas en la procesión de San Antonio, fueron suficiente para que, animados, se aventuraran a hacer música sin barreras.
            Sin embargo, cuando se celebraba baile en el salón del ayuntamiento, no daban una a derechas. Tocar un vals, un pasodoble, una mazurca o un pericón para que la gente bailara en pareja, no es igual que aporrear la caja y soplar con fuerza la dulzaina por las calles del pueblo. Los mozos se cabreaban mucho y el “Tío Gaitero” terminaba discutiendo con el “Tío Zorra”.
            Fue interpretando el pasodoble “Victoriano de la Serna” cuando pasaron el peor momento. Tuvieron que reiniciarlo varias veces. “Tío Gaitero” golpeaba con fuerza su pie derecho contra las escaleras de madera del ayuntamiento para marcar el ritmo, como si de un bombo se tratase, pero ni con esas. Aquella noche no hubo canción que se salvara. Los hermanos acabaron tirándose los trastos a la cabeza y enfadados, cada uno se fue a su casa echando la culpa al otro. Dicen que es bueno hacer las cosas de “a medias”, porque si salen mal, la culpa siempre es del “otro”.
            Era Paula, la hija menor del “Tío Gaitero”, quien se aprendía las canciones oyéndolas en algún aparato de radio. Después, con más calma que un elefante, se las tarareaba a su progenitor hasta que las sacaba con la dulzaina. La bondad de hija le permitía cantar a su padre las canciones una y otra vez y la tozudez del cabeza de familia, hacía que lo fuera aprendiendo poco a poco, porque así son los caprichos...
            Disponían los dos parientes “músicos” de todo el tiempo del mundo para ensayar. Su profesión se lo permitía. Ambos, respectivamente, en el monte, cuidando su ganado, se procuraban buenos ratos para ejecutar sus instrumentos. Como testigos indiferentes, vacas y ovejas llenaban el auditorio, ¡lo que tuvieron que soportar sus oídos! Pero así era la existencia...
            Los hermanos instrumentistas tuvieron que ganarse la confianza de alcaldes cobrando menos “duros” por realizar la función y no por ejecutar buena música.
            Sin llegar a profesionalizarse, “Tío Zorra” y “Tío Gaitero”, iban obteniendo seguridad en lo que hacían y a tal punto llegó la cosa que hasta la perra del vaquero, —“Oiga”, le llamaba—, parecía entender de música. Muchas fueron las veces que cuando Leonardo ensayaba con el redoblante, el animalito se levantaba de manos sujetándose en las patas traseras y moviéndose no perdía de vista a su amo. El Tío Zorra, creyendo que su perra sabía de música y aplaudía su acción, se animaba y se animaba.
            Sucedió durante las Navidades del año mil novecientos treinta y cuatro, uno de los inviernos más fríos que se recuerdan. Era costumbre de quintos ir por las casas pidiendo aguinaldo para hacerse una cena. Ese año se hicieron acompañar de los músicos. La condensación del aire formó un carámbano en la campana de la dulzaina. Los dedos tiesos del gaitero bastante tenían con tapar los agujeros. Los labios cada vez se inmovilizaban más. Todos los músculos se habían agarrotado debido al frío. Por no dejar caer al suelo una botella de aguardiente que le pasó un mozo, la dulzaina perdió el control del “Tío Gaitero” y fue a caer al suelo golpeándose contra una piedra. La madera de granadillo se abrió quedando prácticamente inservible. El lugar se llenó de maldiciones a todos los santos del cielo y el “Tío Zorra” se cagó en la “Jotia”, –como él decía–, más de veinte veces...
            Un constructor de Baltanás, pueblo de Palencia, les cobró ochenta y siete pesetas por una nueva ¡con llaves! Sostenidos y bemoles hicieron su aparición y “Tío Gaitero” parecía un niño con zapatos nuevos.
            Por los carnavales llegó la cena de la Sociedad de Mozos. Fueron invitados los hermanos “de la Cruz” para amenizar el ágape y en los salones del ayuntamiento, los mozos, que otrora les hicieron sudar y pasar un mal rato, fueron testigos del bautismo del pasodoble “Victoriano de la Serna”. “Tío Zorra” y “Tío Gaitero” lo interpretan siempre como broche de oro, aunque el cierre de función conviene hacerlo con una jota, alargándola todo lo que sea necesario, hasta que el cuerpo de los mozos quede exhausto y no pidan otra pieza y otra y otra...
            Llasguicebo gozó durante muchos años de la dulzaina y el tambor de Leandro y Leonardo y hasta nuestra maldita guerra civil, fue menos guerra en la localidad gracias a ellos. Porque la música, aunque sea mala, alegra los corazones.

Alejandro de Diego.

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