SOL-MAR. I (Continuación)

 



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Frente al mar, en la escalera del mercado, es donde Rufo, Cosme, Anxo, Sabino y Fidel pasan los mejores momentos: bromean, discuten de fútbol y comentan las últimas incidencias del día; trabajar con ataúdes, a veces, resulta deprimente y echar un rato con los compañeros o ponerse ciegos de orujo no es ningún crimen.

El rumor de que posiblemente cierre la fábrica, les deja helados. Finalmente lo confirma Rufo, el encargado de taller, con un ligero temblor en la voz, entorpecida por la tos crónica que padece; también a él, aunque no se permite reconocerlo, el comunicado se le antoja una infamia. Trabajar desde chaval para la misma empresa, marca. Ahora, a punto de jubilarse se enfrenta a días monótonos, sin alicientes.

­-No te preocupes, Rufo -le anima Sabino- siempre nos quedarán el mar y la escalera.

-Y el orujo -apunta Fidel.

-¡Y los amigos! -añaden a coro.      

Pilar Ugarte.


EL CARACOL ROJO

 Noté un temblor en la mesa y al levantar la vista la vi bajando la escalera. Llevaba un vestido ceñido, con cuello mao y unos girasoles bordados en el pecho. Sus tacones golpeaban la madera del suelo y todos los clientes la mirábamos.

Conocí a aquella mujer por la mañana en el mercado y me citó para cenar en este hotel del barrio antiguo, "El Caracol Rojo". No tuve tiempo suficiente para observarla y ahora, sentada frente a mí, me doy cuenta de que no ha sido uno de mis típicos espejismos, es muy interesante. Sus ojos helados que parece que no miran, como los ojos de los ciegos. Los dientes tan blancos, perfectos, iluminan su sonrisa.

Vamos subiendo a su habitación y hay algo que me inquieta: ¿Sus colmillos tan llamativos? ¿Los cuadros de ataúdes en la escalera?

Nacho Reguera


LA MUJER DEL GIRASOL BLANCO

El mercado estallaba de voces como una subasta en la lonja. Paraíso de compradores en tiempos de bonanza agolpándose en busca de las mejores frutas, melocotones rojos como guirnaldas en días de fiesta, girasoles como una puesta de sol teñido de palabras sentimentales de un amigo suspendido de una escalera multicolor desde el cielo añil, o el temblor imperceptible del meridiano que separa la vida agitada de dos amantes.

Al final de la plaza, en un rincón olvidado por la luz y el vocerío, la mujer de los girasoles blancos se refugiaba en la soledad de su ignorada mercancía.

 F.J. Fayerman


 

 


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